Antoine Doinel




Es improbable que FrancoisTruffaut haya corrido las fronteras de la narrativa fílmica, como sí lo hicieron Alain Resnais o Godard. Pero el cine no sólo es forma, también es temperamento. Y en este último aspecto son pocos los que fueron tan lejos como él.

Su cine tiene más sentimientos que conceptos, más humanidad que sintonía con los conflictos de su tiempo. Por eso no es extraño que haya dado vida a Antoine Doinel, un personaje inolvidable, al que conocemos a los 12 o 13 años en Los 400 golpes, y seguimos en Antoine et Colette, Besos robados, Domicilio conyugal y El amor en fuga. Justamente, las películas que forman parte del Festival de Cine UC de este mes.

El referente literario de Doinel no está en Dostoievski, Hesse o Salinger, sino en Robert Walser. Doinel es rebelde, pero jamás discursivo. Anda por la vida medio distraído, leyendo todo lo que puede, escribiendo cartas y, sobre todo, enamorándose. Busca, encuentra y abandona múltiples trabajos: florista, recluta, corrector de imprenta, empleado de una hidráulica, portero de hotel. Tiene poca conciencia del dinero y del futuro. Se deja llevar por la curiosidad y el deseo y, en su admirable inmadurez, hay una fragilidad que sobrecoge.

El personaje en realidad es un alter ego de Truffaut, quien desde el primer momento se reconoció en el actor Jean Pierre Léaud: la misma infancia con padres ausentes, precariedad económica y estudios truncados. Después de Los 400 golpes, donde Doinel comprende que es un estorbo para sus padres y empieza a preferir la calle a la escuela, Truffaut lo adoptó: se encargó de sus estudios, le empezó a comprar la misma ropa que usaba él y, tras varios intentos por disciplinarlo, arrendó un cuarto no muy lejos del suyo. Así, el actor empezó a vivir como lo había hecho el propio Truffaut al salir del reformatorio.

Hay escenas memorables. Pienso en Doinel corriendo por la playa al final de Los 400 golpes, asustado pero desafiante, sin saber si el mar representa la libertad o no es más que un nuevo muro con el que va a estrellarse. Besos robados tiene un momento bellísimo. La novia debe adivinar el empleo que Doinel acaba de conseguir. Y empieza a enumerar oficios básicos, sin imaginarse que ha sido contratado como detective privado: el dueño de una zapatería le ha pedido averiguar por qué nadie lo quiere.

La película se estrenó en 1968, el año de las revueltas. Truffaut parecía fuera de época. Desconfiaba de las utopías, es decir, de la simplificación de la realidad. No firmó las cartas de apoyo contra Vietnam y tampoco se encandiló con Cuba. Sin embargo, apoyó hasta el final a Cahiers du Cinéma, a pesar de discrepar con la línea editorial. Lo mismo hizo con el periódico de Sartre.

Besos robados mantiene la chispa y el encanto precisamente por no ser de "compromiso". El cine militante muere con la coyuntura. ¿Qué queda, por ejemplo, de Costa-Gavras? ¿O de Ken Loach?

El modelo de Truffaut era Matisse: un pintor que vivió tres guerras, pero que pintó peces, mujeres y bailes. Truffaut creó a Doinel, arquetipo del sobreviviente.

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