"Bob", no "Bobby"




Empezó a sentir que se estaba mintiendo. Que finalmente se estaba convirtiendo en "Bobby", ese apodo al que había renunciado al inicio de su carrera porque le quitaba seriedad y lo emparentaba con las estrellas del pop de la época. Bob Dylan, que apenas tenía 24 años de edad, no quería seguir siendo la mascota de estos señores de barbas y guitarras desbarnizadas y versos del viejo proletariado gringo que lo habían escogido como el salvador de un cancionero de protesta que ellos mismos no habían podido renovar.

Y esa tarde del 25 de julio de 1965, en su tercer paso por el festival folk de Newport, el mismo donde había cantado en pareja con Joan Báez, quemó todas sus naves, se colgó una guitarra eléctrica, espantó a la canosa audiencia con un set derechamente rockero y asumió para siempre que la reinvención, que la diaria renuncia, sería su único mandamiento artístico.

Esto pasó cinco días después de que publicara Just Like a Rolling Stone, ese feroz retrato de la frívola escena artística de Nueva York a fines de los 60 (aunque se pudo haber estado describiendo a sí mismo), y que simbólicamente no llegó al número uno de las listas porque ese lugar lo ocupó Sonny & Cher con la melosa I Got You Babe. Fue quizás su verdadero inicio como compositor, como autor de temas grandes, de esos que se quedan para toda la vida. Pero la imagen predilecta asociada al flamante e inesperado Nobel de Literatura sigue siendo la del trovador ecuménico, con camisa abotonada y vocecita de cabro chico, con canciones como Blowin' in the Wind y The Times They Are a-Changin sonando como exclusiva banda sonora de las muchísimas notas que hemos escuchado en las últimas horas sobre su carrera y legado. Como si hubiera sido lo único relevante que hizo en 57 años de vida artística.

Quizás habría que pensar en la renuncia una vez más y atreverse a mirar al otro Dylan. Al treintón divorciado y dolido de A Simple Twist of Fate (1974), donde por primera vez se asoma un texto suyo en primera persona. Al padre orgulloso de Forever Young (1974) o al crítico concreto -y ya no alegórico- que declama en Hurricane (1975). Al artista resucitado de Most of the Time (1989), al hombre que a sus 56 años empieza a oler la calma en Not Dark Yet (1997) y al que cuatro años después puede burlarse de su propia historia en la genial Mississippi (2001).

Dylan debe pensar que no es un "legado" lo que deja. Debe pensar más bien que son sólo canciones y que tienen que cambiar cada noche para que vuelvan a tener sentido y para que tenga sentido volver a escucharlas. Porque así lo entendió hace años. Porque así lo acaba de entender el Nobel.

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