El bullicioso mariscal Kim
Caminar por las calles de Pyongyang es una experiencia religiosa. Sus edificios están plagados de retratos de sus dos santos principales: Kim Il Sung y Kim Jong Il, el abuelo y el padre del mariscal Kim Jong-Un, su actual líder supremo. Los retratos de estos santos están hasta en cada carro del estupendo metro de la ciudad; y, fielmente, en el pecho de cada uno de los norcoreanos.
Así lo ha dispuesto Jong-Un, quien es considerado por la prensa mundial como un inestable y peligroso sicópata.
Sin embargo, de él nada se sabe con claridad, sus datos personales son tarea de los más avezados espías. Según los de Corea del Sur tendría 34 años, y sería padre de tres hijos habidos con Ri Sol- Ju, su amor adolescente, ex cantante, relación que sufrió la oposición permanente de su padre, a quien desafió para casarse con ella.
Los servicios de inteligencia occidentales han estudiado su perfil sicológico y han llegado a la misma conclusión: muy inteligente, tremendamente racional, extrovertido y sociable; menos agresivo que la mayoría de los últimos presidentes de Estados Unidos. Y lo más sorprendente: tendría un gran espíritu negociador. Sus compañeros del colegio secundario suizo donde estudió insisten, eso sí, en algo que demostró con su matrimonio: no le gusta perder.
¿Es entonces el loco inestable que nos pintan?
Al parecer, Kim, desde que ascendió al nirvana norcoreano, por sobre todas sus características positivas, se ha sentido muy inseguro en su cargo, temiendo perder el legado de su abuelo, padre de la revolución norcoreana, a quien idolatra. Aconsejado por sus generales leales ha buscado deshacerse de sus potenciales rivales a todo evento, lo que le ha significado consentir más que desatar horrorosas purgas internas, y, por otra parte, enervar al mundo con ensayos nucleares que le permitan establecer una línea roja a su eterno enemigo, Estados Unidos.
Para llevar adelante estos ensayos ha estado gastando buena parte de los pocos ingresos que le quedan al país después de las sanciones a que lo ha sometido Naciones Unidas. Con un aparato comunicacional absolutamente controlado, ha convencido a su gente de que, si se descuidan, Estados Unidos los aniquilará de un momento a otro. Creencia a la que las amenazas de Trump han echado grandes cantidades de parafina.
Vladimir Putin, un gran conocedor del país, ha dicho que los norcoreanos preferirán comer pasto a abandonar sus planes nucleares porque sufren pánico de ser invadidos. Un experimento exitoso de cohetes transcontinentales les llena mejor el estómago que mil hogazas de pan.
Pregunta ingenua:
¿Por qué insistir en convertir a ambas Coreas en escombros, y no dejar que los norcoreanos, poco a poco, arreglen entre ellos sus problemas, como se debió permitir a iraquíes, sirios y libios? Tanto los coreanos del sur como los del norte se sienten parte de un solo país y ambos ven en su futuro la reunificación y no la aniquilación mutua.
Si la razón es que su régimen viola los derechos humanos, ¿por qué Europa y Estados Unidos mantienen maravillosas relaciones con regímenes peores? Con Guinea Ecuatorial, por ejemplo, en la que su dictador y su familia gastan el dinero público del petróleo en mansiones y autos de lujo manteniendo a los ecuatoguineanos en una pobreza parecida a la de los norcoreanos; o con Arabia Saudita, donde las mujeres no tienen derechos y pueden ser lapidadas y sus altezas reales cada vez que quieren fiestas desahogadas parten a Marbella o a Dubai.
Trump debería insistir en su proclamado deseo de conversar personalmente con Kim. No para amenazarlo con más sanciones sino para demostrarle buena voluntad con un proyecto realista que mantenga la estabilidad en la península coreana y que deseche matarlos de hambre.
Al menos Kim, según los espías, es un buen negociador. El resto lo podría hacer el paisaje de Mar-a-Lago.
Comenta
Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.