Cat power
Hay cosas que uno preferiría no haber aprendido. Por ejemplo, lo agotador que es hacer un hoyo ancho y profundo en un pedazo de tierra tan dura como húmeda. O lo importante que es asegurarse de tener cal viva, la cual debe quedar entre el animal y la tierra antes de que se tape el lugar donde éste quedará reposando para siempre.
Como algunos ya podrán intuir, estoy hablando de una mascota. De mi gata, a quien acabo de enterrar. Tuvo un infarto cerebral producto de una deficiencia renal y no quedó más opción que hacerle una eutanasia para evitar que siguiera sufriendo. Pasó mientras estábamos de vacaciones y no pudimos acompañarla en sus últimos momentos. Recién ahora tuvimos la oportunidad de despedirnos de ella. Quedó en nuestro jardín. Cerca. Como siempre estuvo desde que, hace once años, la encontré abandonada en una calle mientras trotaba.
Era una gata minúscula, de apenas dos o tres semanas. Miré a su alrededor, busqué a su madre, a algún hermano o hermana, pero no había nada. Jamás había tenido un gato. No sabía nada acerca de cómo tratarlos. Pero me pareció que si no me hacía cargo, la posibilidad de que muriera era altísima. De hecho, estaba a metros de una rotonda muy transitada. Me saqué la polera, la envolví y así la llevé hasta mi casa. En la clínica veterinaria me explicaron que, como era tan chica, yo tendría que ser su mamá por un rato largo: debía pasarle un algodón por su potito para que hiciera sus necesidades y para alimentarla necesitaba leche en polvo y una jeringa.
Así partió mi relación con la Puchi, nombre muy poco viril -que no fue de mi autoría- y del que, en un principio, me avergonzaba. Mal que mal, tenía casi 35 años, aún era soltero, vivía solo y la heterosexualidad era algo que, inconscientemente, había que reconfirmar. La Puchi estaba siempre donde yo estaba. Dormía en la falda de mi cama, se apoyaba en un sillón mientras yo estaba en mi escritorio. Me acompañaba. Me seguía. Era parte de mi vida. Una parte importante.
A pesar de su carácter algo huraño y de lo hinchapelotas que podían llegar a ser mis hijos con ella, nunca les hizo daño alguno. Todo lo contrario, su paciencia era notable con los niños chicos. Una de las cosas más tristes que aprendí en estos once años en que vivimos juntos, es lo sorprendentemente fóbica y odiosa que puede ser la gente con los gatos. Me tocó presenciar decenas de reacciones histéricas por el solo hecho de tener cerca a ese precioso animal de piel negra y pecho blanco. Me tocó escuchar a tantos hablando pestes de los gatos: que son traicioneros, que son raros, que son feos.
Parte importante de la culpa de que exista este prejuicio lo tiene la Iglesia, pues durante siglos consideraron al gato como un pariente satánico de las brujas. Parece increíble, pero los rastros de ese odio nacido de la ignorancia hace cientos de años es el que hoy se anida en la mente de muchas de esas personas que, aunque no saben muy bien la razón, detestan a los gatos. Y, lo que es igual de terrible, lo hacen saber con total naturalidad. Aunque estén en tu propia casa, delante tuyo y de tu mascota. ¿Se atreverían a reaccionar con esa misma libertad si, en vez de un gato, al frente tuvieran a un homosexual, a un judío o a un musulmán, por mencionar sólo algunos grupos étnicos y de orientación sexual que en su momento también fueron perseguidos por el cristianismo? Sin duda lo disimularían, por más homofóbicos o xenófobos que fueran.
En honor a mi queridísima Puchi, recién muerta, llorada por toda su familia, enterrada hace algunos minutos con mis propias manos y a muy pocos metros de donde escribo estas líneas, me atrevo a pedir más, muchísimo más respeto por los gatos. Conózcanlos. Tóquenlos. Obsérvenlos. Trátense ese miedo ridículo. Trabájense esos prejuicios impresentables. Entiendan que, cuando maltratan a un gato, cuando los miran con cara de asco, cuando explican sus "argumentos" acerca de por qué no los soportan, son ustedes los que están mostrando su propia inseguridad, su falta de conocimiento y su intolerancia. Puchita linda, ya te estamos extrañando.
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