El Che Guevara y la disputa por los símbolos
Ernesto Che Guevara es una figura marcada a fuego en el imaginario colectivo sudamericano. Miles de poleras, tazones, chapitas y morrales llevan su cara, y la admiración de su figura idealista se multiplica mucho más allá de las fronteras de Cuba. Poco importa su brutalidad, que le hizo merecedor del apodo de carnicero de la Cabaña, recordando a los cientos de asesinatos decretados en su oficina, basándose en las "actitudes contrarrevolucionarias" de aquellos cubanos que osaron oponerse al naciente régimen comunista, que este año celebra la friolera de 58 años gobernando un país sin libertades civiles ni democracia.
Además de su célebre frase sobre su pasión por los fusilamientos pronunciada en un discurso en las Naciones Unidas, un joven Ernesto -de 24 años- nos deleitaba con ideas del estilo en su diario de motocicleta: "…teñiré en sangre mi arma y, loco de furia, degollaré a cuanto vencido caiga en mis manos. Ya siento mis narices dilatadas saboreando el acre olor de pólvora y de sangre, de muerte enemiga."
La ciudad argentina de Rosario, cuna del personaje en cuestión, no es ajena al culto de la personalidad del Che. Una multitud de estatuas, murales, un centro de estudios con su nombre y hasta una "Semana del Che" que deben ser financiadas por el propio municipio. Frente a esto, la Fundación Bases, de inspiración liberal, ha levantado una campaña para eliminar los homenajes, fundamentando su posición en que un asesino, por idealista que sea, no merece ser reconocido como un héroe.
Y es que la disputa por los símbolos en una sociedad es central en la arena política, dado que determina aquello que denominamos sentido común: un conjunto de valores, principios y códigos que ordenan la vida en sociedad de manera inconsciente. La izquierda entendió bien la necesidad de posicionar símbolos en la sociedad, y, entre otros ejemplos, creó un Museo de la Memoria, no sólo para conservar el recuerdo del período 1973-1990, sino porque cuenta una versión de la historia de nuestro país, su historia. De esta manera, incide en la manera en que entendemos nuestro pasado y construimos el futuro; configura las relaciones que se dan en la sociedad, cómo se comprende y qué valores son importantes. Por eso, contradecir este sentido común imperante es un acto de valentía intelectual que requiere del trabajo de una organización consciente de su objetivo, de desafiar las consignas que parecen obvias.
Pero la disputa no corre en un solo sentido -justamente por eso se llama disputa-: el Museo de la Democracia propuesto por Piñera cuestiona la versión de la historia que impera, que ha sido hegemonizada por la izquierda. A pesar de que podemos preguntarnos si un nuevo museo sea el mejor método para el cambio cultural, es interesante el hecho de que exista la controversia sobre estos símbolos y discutir si corresponde cambiarlos por otros. En este aspecto, el sector al que representa Piñera ha perdido sin competir, por el desprecio crónico de la derecha por el mundo cultural. Hay paño por cortar, ya que la solución a esta anorexia parte por reconocer el vacío y realizar un diagnóstico sólido, del cual se siga un trabajo sistemático y sostenido, que vaya más allá de una promesa de campaña y se proyecte en el tiempo.
Así las cosas, parece ser clave cuestionar este espíritu de la consigna para todo proyecto político que quiera ser hegemónico. Quienes defendemos las ideas de una sociedad libre tenemos la tarea de identificar estos símbolos que favorecen al adversario y apostar por su renovación. Volviendo a Guevara, sigue siendo un mito que seguramente seguirá presente, uno de esos símbolos que encarna el nefasto pronóstico de aquella frase de David Hume: "aquellos que pretenden morir por sus ideales, por lo general, terminan matando por ellos".
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