Culto a la superficialidad
La opinión de consenso es que desde el año 2000, fecha en que apareció La fiesta del chivo, Mario Vargas Llosa no ha publicado una novela trascendente. De aquel entonces hasta ahora, el Premio Nobel peruano ha escrito cinco novelas. Y si bien ninguna supera a la del chivo, al menos de cuatro de ellas es posible obtener algún provecho, ya sea de carácter histórico, antropológico o estético. Desafortunadamente, la recién lanzada Cinco esquinas no ofrece ni el más mínimo consuelo.
Ambientada en Lima durante los últimos tiempos del gobierno de Alberto Fujimori (Cinco esquinas es un barrio emblemático de la capital peruana), la obra le rinde un culto involuntario a la superficialidad de los personajes principales, a la superficialidad de la política y a la superficialidad del periodismo. Si tenemos en cuenta que Vargas Llosa fue candidato a la presidencia de su país, lo anterior viene a ser un defecto demasiado decepcionante. Y por mucho que el novelista se haya autoexiliado en España tras ser derrotado por Fujimori en la elección de 1990, cabía esperar de su parte una visión profunda de los males que afectaban a Perú por aquel entonces, la visión de un experto, o, al menos, algún atisbo de dulce venganza, sobre todo si consideramos que al momento de sentarse a escribir el autor contaba con el transcurso del tiempo a su favor.
Pero no: Vargas Llosa se contenta con transmitir las desgracias nacionales a través de la mirada de un grupito de amigos pitucos que comparten, como cualidad esencial, una frivolidad a toda prueba. De este modo, el terrorismo, que sin lugar a dudas era la peor de las calamidades que azotaban a Perú por aquellos años, queda circunscrito en la novela a un hecho trivial: el secuestro de un personaje absolutamente secundario en la trama, el empresario Sebastián Zaldívar (Cachito para sus amigos).
Cinco esquinas trata el origen del periodismo sensacionalista en Perú, un arma contundente que le fue de suma utilidad a Vladimiro Montesinos, el jefe de Seguridad Nacional de Fujimori (en la novela se llama "el Doctor"), a la hora de execrar, calumniar y hundir a sus enemigos políticos. Pese a ser un tipo probadamente siniestro, Montesinos cumple aquí el rol de caricatura acartonada de un malvado cruel y poderoso. En cuanto a la función del periodismo, Vargas Llosa nos comunica su punto de vista por medio de una declaración bastante ingenua en la contratapa del libro: "Al mismo tiempo, también está la otra cara, cómo el periodismo, que puede ser algo vil y sucio, puede convertirse de pronto en un instrumento de liberación, de defensa moral y cívica de una sociedad". ¿En serio, don Mario? ¿Usted realmente cree que el periodismo es capaz de salvarnos de nuestras miserias y hacernos mejores personas?
En la misma declaración, el autor explica que en un principio el relato se lee como un thriller policial. Y en este punto llegamos a otra notoria deficiencia de la novela: la predictibilidad. Quique Cárdenas, un rico empresario minero, es chantajeado por Rolando Garro, periodista que dirige un pasquín sensacionalista llamado Destapes. Al momento en que Garro desaparece, el lector ya tiene clarísimo quién fue el responsable. Sin embargo, el narrador opta por comunicar la "sorpresa" con una tardanza insultante. Lo mismo ocurre con el destino del enredo amoroso que protagonizan los personajes pitucos mencionados al principio.
Otra debilidad de Cinco esquinas es la extensión: hay diálogos, divagaciones, experimentalismos e historias paralelas que están de sobra. Tampoco contribuye al desarrollo dramático el hecho de que Vargas Llosa le haya puesto un título demasiado elocuente a cada capítulo. En ocasiones, basta leerlo para saber qué ocurrirá en las próximas 20 ó 30 páginas. Abrumado ya de adivinar cómo se desarrollarán los sucesos, el lector percibirá que el recurso recién mencionado puede resultar aún más lamentable: la novela se cierra con un capítulo llamado "¿Happy end?".
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