Dos versiones del tiempo




Una de mis películas favoritas, Magnolia, empieza con una muerte muy extraña. Sobre una recreación de época, un narrador en off nos dice: "En el New York Herald del 26 de noviembre de 1911 se registra la ejecución en la horca de tres hombres por el asesinato de Sir Edmund William Godfrey, esposo, padre, boticario e ilustre ciudadano de Greenberry Hill, Londres. Fue asesinado por tres malvivientes cuyo móvil fue simplemente el robo. Los criminales fueron identificados como Joseph Green, Stanley Berry y Nigel Hill".

En un virtuoso movimiento de cámara, mientras el encuadre se posa suavemente en el cartel de la farmacia que reza "Greenberry Hill Pharmacy", el narrador nos dice: "Green, Berry y Hill. Y quisiera pensar que esto fue apenas una casualidad".

El 7 de octubre de 1978, exactamente a medianoche, mi papá me despertó con un regalo: un reloj Texas Instruments con numeritos rojos que se encendían cuando presionabas un botón solitario. Me dio un beso y me apretó contra su pecho. Escondió un buen rato la cara detrás de ese abrazo largo, muy largo. Era mi cumpleaños número 9 y mi abuelo, su papá, acababa de morir.

Durante los días que siguieron no supe qué significaba que mi abuelo hubiera muerto un día antes de mi cumpleaños. Hasta que mi madre arrojó un dato fulminante:

-Tus dos abuelos murieron el mismo día.

No exactamente el mismo día, claro, pero sí en la misma fecha.

Mi abuelo materno, Ladislaw, el 6 de octubre de 1967.

Mi abuelo paterno, Mauricio, el 6 de octubre de 1978.

Como todos los días, partí al colegio.

Durante años llevé un peso amargo en la muñeca. Apretaba el botón una vez y aparecía la hora. Dos y aparecían el día y el mes. Si apretaba tres aparecían dos puntitos y los segundos cambiantes, uno detrás de otro, en un compás silencioso. Dos numeritos rojos sobre un fondo negro y vacío, muy vacío.

Lo que, desde luego, no desaparecía era esa correlación entre vida y tiempo. O más bien al revés, entre muerte y tiempo. Podía sentir cómo iba creciendo el contraste entre ese fondo negrísimo y esas rayitas rojas y titilantes que, aunque yo me esforzara en hacer un tubito con la mano para no dejar pasar la luz y mirara el plastiquito del visor a través de él como por una cerradura, no alcanzaban a iluminar nada. Todo se apagaba demasiado rápido.

Las interpretaciones que me trepaban entonces: unos se van y otros llegan. Unos se van para que otros lleguen. La vida es una carrera de postas y, por alguna extraña razón, el testimonio cambia de manos del seis al siete en los años que terminan en siete o en ocho.

Empecé a dejar el reloj en la casa.

Cuando uno se va poniendo vejete y entra en relecturas o revisita películas que ha visto hace tiempo, empieza a encontrar gestos familiares, pequeñas unidades que encajan perfectamente con ciertas cosmovisiones o rasgos de carácter que uno tiene en la actualidad. Me explico mejor: releo a Cortázar y encuentro una oración con un fraseo que pareciera ser mío (ojalá) y que claramente responde al proceso inverso; es mi frase apenas una lejana reverberación de la original. O escucho un estribillo y de golpe entiendo que lo que en realidad me gusta es que el cambio en el tercer acorde es el eco del mismo pase de acordes en un tema equis de los Beatles. Y así. Pienso, entonces, alrededor de cierta arqueología personal, en que es posible reconocerse constitutivamente en pequeñísimos fragmentos que son, de alguna intrincada y precisa manera, los bloques irreductibles de nuestra identidad. Irreductibles como los números primos. Y otra vez los números y, por qué no, ya que son primos, las relaciones familiares.

Muchos años después nació Juan. Nació uno de los últimos días de 1999. Juan se apareció, no pidió permiso, lo que le da más valor al hecho de que con su entrada alcanzara a capturar otra casualidad numérica: mi viejo del 39, yo del 69 y él del 99. (Mis abuelos eran del '08 y por un año no entraron en lo que podría haber sido un perfecto compás de cuatro negras). Y si de hijos se trata, atención a esta secuencia: Sofía, la mayor, nació un día 13; Francisco, el que le sigue, un 14 Juan un 15 y Magdalena, la más pequeña, un 16. Todos meses y años diferentes, claro está. El tiempo y la muerte. El tiempo y la vida. El tiempo en sus dos versiones, mayúscula y minúscula.

Cuando recién empezamos a salir, Victoria notó que no usaba reloj y me regaló uno. Es el que uso hasta hoy.

Comenta

Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.