El año mágico... es decir, 2017
La persona que sea elegida para la candidatura presidencial de la Alianza tiene una alta probabilidad de perder en noviembre o diciembre próximos, y por muchas razones, entre las cuales las más obvias son la popularidad de Michelle Bachelet, los sucesivos cambios de candidatos en la derecha y el brevísimo plazo de campaña. Pero, a menos que esa derrota sea humillante -y no debiera serlo si la derecha retiene su piso histórico-, esa persona quedará con una opción abierta para las presidenciales del 2017. Por lo que se ve hoy, para aquel año la Alianza tendría al menos dos postulantes instalados: quien sea elegido para competir este año y Sebastián Piñera.
Y por lo que se ve hoy, para ese mismo 2017 no se ha instalado ningún aspirante a sucesor de Michelle Bachelet en la Nueva Mayoría. Esto ya no fue un resultado de las primarias y sólo Andrés Velasco, a punta de voluntad, podría reclamar alguna oportunidad en aquel año… a condición de que en los cuatro anteriores cuadruplique su actual patrimonio electoral. Después de Bachelet no se divisa nada: sólo un territorio de sombras cortas donde no hay ni el destello de un proyecto presidencial.
En política, cuatro años pueden ser una eternidad o un santiamén; todo depende de la posición del observador. El caso es que, aquí y ahora, si hace las cosas bien, la Alianza podría tener dos precandidatos activos ya en el 2014, mientras que la Nueva Mayoría no tendría ninguno. Bachelet confirmó en su período de gobierno, y sobre todo en los años siguientes, que entre sus vocaciones no están la de criar ni la de estimular nuevos postulantes. Es una doctora, no una maestra. Si los jóvenes no aprenden como aprendió ella, sin tutores, no hay razón para apuntalarlos.
El sentido estratégico de la candidatura presidencial de la Alianza para este año no es la unidad, una palabreja que ha sido reiterada con la contrición de un conjuro, como si fuera una idea realmente seria y no una paparruchada en la que no creen ni los que la pronuncian, sino ese vacío que se divisa hacia 2017. El intento de forzar la tuerca con un giro más, esto es, con la exigencia de ganar, es lo que ha terminado por derribar a tres de sus precandidatos. Bastaría con competir mirando el horizonte.
La derecha parece no haber aprendido de su propio pasado. En 1989 era un hecho cierto que perdería la presidencial y lanzó a un ex ministro de Pinochet -cuando Pinochet acababa de ser derrotado-, Hernán Büchi, que se arrepintió una vez y regresó unos meses más tarde, y que, por sobre todo, no ofrecía ninguna proyección hacia el futuro de la derecha ni tampoco al de los partidos que lo apoyaron. Como efecto de sus vacilaciones y contramarchas, Büchi obtuvo un pobre 29,4% y cedió un millón de votos al "centrista" Francisco Javier Errázuriz.
En 1993 también era seguro que perdería frente a Eduardo Frei Ruiz-Tagle. Mucho antes de que eso llegase a suceder, los dos precandidatos de Renovación Nacional, Sebastián Piñera y Evelyn Matthei, se destrozaron con el escándalo del "Piñeragate" y la derecha llegó exangüe a las elecciones, donde presentó a Arturo Alessandri después de anular en forma recíproca a las figuras de cada partido (Manuel Feliú por RN y Jovino Novoa por la UDI). Alessandri bajó la cifra de la derecha a 24,39%.
El que rompió esta cadena fue Joaquín Lavín en 1999, cuando su desafío al seguro ganador, Ricardo Lagos, estuvo a punto de darle el triunfo. Lavín logró tres cosas en esas elecciones: eliminó el sueño de la victoria en primera vuelta y la Concertación no pudo repetirlo nunca más; subió el piso de la derecha por arriba del 40%; y dio viabilidad a la idea de que la Alianza podía ganar en las urnas. El cuarto logro fue más complejo: instaló a dos candidatos -él mismo y su efímero contendor, Piñera, que aguantó sólo cuatro meses de encuestas- para las siguientes elecciones.
Cuando éstas llegaron, en el 2005, Piñera consumó su fallido desafío anterior contra Lavín, lo sobrepasó por dos puntos y perdió la segunda vuelta con un honroso 46,5%. Un político de verdad nunca permite que un adversario interno se vuelva a levantar si es que antes no ha conseguido sus fines; y un adversario en serio hace lo posible para invertir esa situación de dominación. Piñera no dejó que Lavín se incorporara en ningún momento de la campaña del 2009, lo mandó al fondo de la tierra y luego se enfrentó a un Frei aportillado por todos los costados. Ganó.
Ese triunfo demorado en casi 20 años -y en más de 50 para la derecha- le confiere hoy la condición de gran elector de la Alianza. Da lo mismo que los partidos proclamen su soberanía y presenten la cara de un orgullo herido; el único sincero en eso es Carlos Larraín, pero su sinceridad antipiñerista se ubica ya entre lo accesorio y lo poco útil, y no es claro si favorece o perjudica a quienes dice defender.
Pero la rebeldía de Carlos Larraín plantea una pregunta crucial: ¿qué quiere el Presidente, el gran elector de la derecha? ¿Quiere ser el fundador de un ciclo político de largo alcance para su sector? ¿O se contenta con ser el sándwich superclub sin mayonesa Bachelet-Piñera-Bachelet-Piñera? ¿Es verdad que desea una candidatura competitiva y ojalá ganadora aun cuando sabe que si él mismo tuviese ese lugar en este 2013 no le ganaría a Bachelet? ¿O prefiere una candidatura subalterna que no plantee problemas en el 2017? ¿Quiere arreglar el balance del año o guardar activos para cuatro años más?
En el medio de ese panorama, el jueves mencionó a Evelyn Matthei. Por un gesto mucho menos dramático, uno de esos comentarios con aire académico que Ricardo Lagos consideraba tan inocuos, Soledad Alvear debió dejar de competir con Michelle Bachelet, y todavía se discutirá por muchos años quién era la verdadera favorita del Presidente. Pero cuando habló, alineó de un golpe a toda la pesada máquina del gobierno. ¿No fue esto lo que ocurrió el jueves?
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