El ego de Kafka
Es una novelita corta. La empecé apenas me abroché el cinturón en un vuelo Buenos Aires-Santiago y la terminé un rato antes de aterrizar. Y eso que leo lento. Se llama Tres veces al amanecer y es del angloindio Akash Narayan, uno de mis contemporáneos preferidos.
Mentira.
Narayan no existe. La novelita sí.
Akash Narayan, el angloindio, es el seudónimo de Jasper Gwyn, que tampoco existe. Porque Jasper Gwyn es, a su vez, un personaje de Alessandro Baricco (este sí, uno de mis contemporáneos favoritos), quien es, finalmente, el verdadero autor de Tres veces al amanecer.
En limpio: Narayan es un invento de Gwyn, quien, a su vez, es un invento de Baricco. Igual que la otra trinidad, los tres son uno.
Hasta ahí vamos bien. Pero la cosa es más compleja. Pero entretenida, espere.
Todo parte en Mr. Gwyn, una novela de Baricco en la que aparecen mencionadas por aquí y por allá obras apócrifas de escritores apócrifos. El juego es conocido, pero lo que me gusta de Baricco, en este caso, es que rebaraja las muñecas rusas en un plano, digamos, metalingüístico. Casi a lo Pierre Ménard.
Baricco inventa a un escritor, que es Jasper Gwyn, personaje que un buen día decide, así como así, que quiere dejar de escribir. Dentro de las ficciones que el ficticio Gwyn ha escrito se incluye una novela llamada Tres veces al amanecer, publicada bajo el seudónimo de Akash Narayan, el angloin-dio. Baricco se queda con las ganas de materializar esa novelita como un sucedáneo lejano de su novela madre Mr. Gwyn y la escribe y la edita al año siguiente, eso sí, con su firma.
Ah, es una columna sobre los seudónimos, sobre las máscaras, dirá usted, pero no, no es: lo que me atrae no es la idea de ser otro, sino, directamente, el sacrificio de dejar de ser.
La maniobra que me embrujó de Mr. Gwyn (y ojo que va espóiler a la vena) es que Jasper Gwyn quiere desvanecerse en el aire. Quiere perderse para encontrarse. Sin medias tintas. Matar al personaje, al escritor, y, como Alfonsina, hundirse en la bruma del amanecer. Pero las narraciones no pueden estar sin vivir una dentro de la otra, y como Hansel, como Gretel, Gwyn deja miguitas microscópicas en forma de seudónimos, indicios teledirigidos que están destinados a ser interpretados, en clave, por solo una persona en el mundo. Se suicida para todos, menos, si ella quiere, para una.
Baricco, en cambio, afortunadamente, no tiene ninguna intención de perderse: rubrica la novela apócrifa de Narayan, que, entre nos, hubiera sido un verdadero golazo, tanto editorial como publicitario, haberla publicado bajo el nombre del angloindio.
Entonces me pregunto: ¿quién se animaría hoy, en una sociedad que rinde pleno culto a la diosa fama, a sacarle la firma a un éxito?
Me acuerdo que en el colegio, cuando la profesora hacía una pregunta, yo nunca levantaba la mano. Casi siempre sabía la respuesta y nada, sonreía con una irritante soberbia adolescente y pensaba, sí, tranquila, no me vengas a correr con la orogénesis, por supuesto que tengo perfectamente claro de qué hablaba la ley 1420 o que lo que está sonando es un fagot, nena, pero no te lo voy a decir, que te lo diga el olfa que tengo sentado adelante y que estira la mano como espástico y que en cualquier momento se va a dislocar el hombro, no me importa que pienses que no tengo la más pálida idea de lo que estás hablando, lucir la respuesta es para la gilada. Así, en ese dandismo intrascendente inmolaba mis notas.
Sacarle el cuerpo a un fracaso es fácil. Si hay que firmar el adefesio, le ponemos Alan Smithee (anagrama de The Alias Men), que es lo que hacían los directores de Hollywood cuando el estudio tomaba el control de la película y el mamarracho final era tan bochornoso que no había gaucho que le pusiera la mosca. Hay varios que también usan el seudónimo para decir lo que no se animan a decir con nombre y apellido.
Lo difícil, digo, es encontrar el caso contrario. Toparse con uno que ande por ahí gambeteando al ego. Un loquito que se banque el anonimato cerrado sabiendo que circulan cosas suyas, de culto, pero con otro nombre. Aquel que eluda las conferencias de prensa, las calcadas presentaciones de libros, las respuestas formateadas de los estrenos, las fotos de solapa en blanco y negro con la mano en la pera.
No planteo un desafío ni desafío al sistema. Qué mejor que vivir de lo que te gusta y, si lo que te gusta es escribir o filmar o actuar o hacer chistes de latas de tomates o lo que sea, pues bien, es muy difícil pretender seguir haciéndolo sin someterse a todo un libreto obligatorio y un andamiaje de puestas en escena al servicio de, por supuesto, quienes te paran la olla. Todos, de alguna manera u otra, lo hacemos.
Quizás la traición de Brod explique un poco más a qué me refiero. Hasta el momento de su muerte, Kafka, quien apenas había publicado un par de textos en vida, le pidió a su amigo del alma, Max Brod, que quemara todos sus escritos. Quería irse y que su obra se fuera con él. Kafka tenía sus razones y no quería seguir siendo Kafka. Quería, como Jasper Gwyn, diluirse sin estela. Lo de Brod, a su modo, no fue traición ni alevosía, sino una deslealtad ineludible.
Pero Kafka fue Kafka y es Kafka y será siempre mucho más que el ego de Kafka, y tanto entonces como ahora, no había ni habrá más nada que hacer.
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