El laberinto republicano




A menos que el debate celebrado en Cleveland entre los aspirantes a la nominación el jueves por la noche provoque en los próximos días una modificación del escenario, la campaña de las primarias del Partido Republicano estará dominada en los próximos meses por Donald Trump.

Nadie lo previó, a pesar de que las pretensiones del empresario inmobiliario tienen la sutileza del elefante en la cristalería; nadie supuso que su ingreso a la campaña tendría tanto impacto, a pesar de que en el país del espectáculo ser un hombre espectacular es una seña de identidad social; nadie lo vio venir por el ala derecha, a pesar de que su viraje desde posiciones "liberales" en el sentido estadounidense, con ser reciente, no está recién salido del horno y es poco sorprendente en un populista.

Lo cierto es que el partido tiene un problema serio. Hasta hace dos meses, había, estirando mucho la liga, hasta tres corrientes. Una, la del conservadurismo moderado, que cree en el libre mercado y abraza la inmigración, tenía en un Jeb Bush a su figura emblemática. Otra, la del conservadurismo fronterizo con la derecha cristiana, con una fuerte impronta valórica, estaba representada por Mike Huckabee (ex gobernador de Arkansas) y Scott Walker (gobernador de Wisconsin). La tercera, que en realidad asomaba en la primera y en la segunda según qué tema, era la libertaria. Su figura principal: Rand Paul, el senador que ha tomado la posta a su padre, Ron Paul.

Los demás, gravitaban hacia una u otra. Por ejemplo, los cercanos al "Tea Party", como el texano Ted Cruz y puede decirse que el floridano Marco Rubio, se inclinaban en no pocos asuntos por posiciones libertarias, aunque en otros eran más "neoconservadores", sobre todo en política exterior y Defensa. Otros aspirantes, como el gobernador de Nueva Jersey, Chris Christie, no se diferenciaban mucho de Jeb Bush en determinados aspectos, como ocurría con John Kasich, el moderado gobernador de Ohio, aun cuando ambos en algunos momentos se han acercado "peligrosamente" a posiciones liberales (en el sentido estadounidense).

Pero todo esto era ayer. Hoy, con el tornado "Trump" arrasándolo todo, los puntos geodésicos de las diversas corrientes sufren desplazamientos. Ellas se irán acentuando a medida que la campaña, y en particular los números del empresario, vayan exigiéndolo. Porque no lo olvidemos: los candidatos no están en campaña para ser presidentes, sino para representar al partido de Lincoln y Teddy Roosevelt en las elecciones del próximo año. Y hasta que la Convención del Partido Republicano nomine formalmente a su candidato en julio de 2016, precisamente en Cleveland, el objetivo será seducir el voto republicano, que es un animal muy distinto del voto nacional.

Entre febrero y mediados de 2016, los votantes inscritos en el partido en los 50 estados de la Unión irán decantándose por uno u otro republicano. A menos que uno despunte rápida e inalcanzablemente, el proceso será laborioso, extenuante, y, sobre todo, ideológicamente complejo. Esto último es la clave de todo: el gran partido de la oposición es muchos partidos, no uno. Sus corrientes tienen dos características: una, la más obvia, es que se contradicen unas con otras; la segunda, sutil, es que el caudal de votantes que se decantan por una u otra no es fijo sino variable (al menos una parte importante de ella). Y eso implica que los candidatos tendrán que ir midiendo si conviene en un momento dado enfatizar la moderación o el radicalismo, el discurso libertario o el neoconservador, la personalidad o la ideología.

Ello no tendría mucho de novedoso si no fuera por Donald Trump. Su irrupción populista implica que las fronteras entre las distintas corrientes se pueden correr hacia un lado u otro, desordenadas por el atractivo o la repelencia que despierte quien va hoy adelante en los sondeos.

Lo que permitió a Trump colocarse en el centro del debate -físicamente lo mismo que en sentido figurado- fue su situación de privilegio en los sondeos. Promediando los últimos cinco, obtiene algo más de 23% de apoyo, duplicando el de Bush y más que duplicando el de Walker (que ronda el 10%). Ni qué decir de los demás, que se mueven en una horquilla que va del 3% al 6%. En ese casi 24% de Trump hay una mezcla de votantes que adhieren a distintas facciones del partido. Su perfil sociológico es bastante homogéneo -blancos de lo que en Estados Unidos llaman "clase trabajadora"-, pero ese universo electoral es muy heteróclito. Son todos conservadores, pero así como pueden estar en la misma longitud de onda en relación con la inmigración, pueden albergar pareceres muy distintos sobre la necesidad de que el Estado intervenga en temas morales o sobre la conveniencia de una política exterior intervencionista. De allí que, como suele ocurrir con el populismo en cualquier contexto, el Partido Republicano haya visto en estas semanas desarreglarse un poco las demarcaciones de "contenido".

El Trump de hoy suena (digo bien "suena" y no "es") tan conservador como el de ayer sonaba liberal (en el sentido estadounidense). En 2000, el empresario publicó un libro titulado The America We Need ("Los Estados Unidos que necesitamos") en el que se colocó a la izquierda del espectro en muchos asuntos, como el sistema sanitario, los impuestos, la inmigración, el aborto, el matrimonio gay y otros. Era partidario, respecto de lo primero, de copiar el sistema canadiense, en el que el gobierno centraliza la provisión de la salud, al estilo de Gran Bretaña. En materia de impuestos, llegaba a reclamar un tributo de 14,5% a todos los fideicomisos de más de 10 millones de dólares. Pedía también una reforma migratoria y elogiaba el aporte de los inmigrantes al país, del mismo modo que defendía, con ciertas restricciones, el derecho de la mujer a decidir sobre el aborto (se declaró "por choice" en todas las entrevistas que dio para promocionar el libro, utilizando una expresión típica de la política identitaria en Estados Unidos).

El Donald Trump de hoy ha modificado ese discurso sin paliativos. Denuncia la reforma sanitaria de Obama (que es intervencionista sin llegar a extremos canadienses) y vitupera los altos impuestos, jactándose de hacer todo lo posible para explotar los resquicios legales que permiten aliviar la carga fiscal. Además, se declara "pro vida", está en guerra con los inmigrantes y no pierde ocasión de denunciar la mediocridad de las políticas "socialistas".

Pero no es el detalle de sus posiciones ideológicas lo que lo ha catapultado, sino el mensaje iconoclasta contra todos los tótems del Partido Republicano (al que no pertenece realmente, pues fue demócrata, además de donante generoso de muchos líderes de este partido, durante los 90 y la década de 2000). Sus filípicas contra los políticos mediocres del republicanismo, contra lo que llama el "establishment", lo ha hecho atractivo para votantes que tienen posiciones distintas de la suya en los temas mencionados, o que en cualquier otra circunstancia sospecharían de él por su pasado ideológico.

Basta recordar que en las elecciones pasadas Mitt Romney, quien obtuvo la nominación, tuvo que defenderse penosamente a lo largo de todo el proceso de primarias de la acusación de haber defendido en el estado de Massachusetts, del que había sido gobernador, un sistema sanitario parecido al que Obama había implantado a escala nacional en su primera administración. Y eso que nunca había llegado a profesar simpatías por un sistema tan centralizado e intervencionista como el canadiense, algo que sí hizo Trump en su momento y de lo que hay pruebas impresas abundantes.

Este es el factor que introduce enorme complejidad en las internas republicanas: el laberíntico efecto del populismo. Votantes moderados lo mismo que votantes del "Tea Party" se cobijan hoy bajo el discurso populista de Trump en contra de algunas de sus creencias más firmes. Por ejemplo: hay simpatizantes que tienen una posición más moderada en el tema migratorio pero que encuentran sentido al mensaje regenerativo de Trump, que ha hecho de la frase "Make America great again" ("Hacer grande a Estados Unidos otra vez") un lema y un marca. Lo de "marca" lo digo en sentido literal: presentó una solicitud de patente por esa frase en 2012. También hay  votantes ultraconservadores que no perdonarían en nadie las cosas que dijo hasta hace muy poco tiempo sobre aborto pero odian lo que ven como una deriva socialista de su país y creen que un empresario que encarna el capitalismo norteamericano puede limpiar el país de políticos contemporizadores.

Un libro de Arthur Brooks, quien preside el American Enterprise Institute, titulado The Conservative Heart ("El corazón conservador"), sostiene que ha sido un mal negocio para los republicanos apartarse del optimismo que solían transmitir. En ese sentido, el referente es Ronald Reagan, que basó su éxito en devolverle confianza en su país al estadounidense de clase media. En los estudios sociológicos, dice Brooks, las probabilidades de que los conservadores sean vistos como poco compasivos son cinco veces superiores a las de los liberales (en el sentido estadounidense) a pesar de que las probabilidades de que los conservadores donen dinero a causas benéficas son cinco veces mayores. Entre todos los grupos demográficos, las mujeres conservadoras son las más optimistas y los hombres liberales los más pesimistas. Sin embargo, los conservadores que hacen política generan una percepción asociada al pesimismo.

Pues bien: aunque el libro no abarca el fenómeno reciente de Trump, sus conclusiones parecen pertinentes para estudiarlo. El discurso descosido de Trump tiene una doble dimensión: pesimista en la vituperación sistemática de todo y de todos, empezando por sus colegas de las primarias y figuras legendarias como el senador John McCain y alcanzando a los inmigrantes, pero optimista en la propuesta regenerativa, aun si no viene detallada.

Sospecho que esto último es la clave de todo. No su reciente ideario conservador, sino su conexión populista con una necesidad de optimismo en la base de un partido que ha vivido muchos traumas en los últimos años: el dominio de los Clinton, el fiasco de Newt Gingrich, el fracaso de Bush, las dos administraciones Obama. En parte el "Tea Party" nació de esa insatisfacción contra lo que se percibía como la enajenación del país a manos de una casta forastera (en el sentido de ajena a la tradición constitucional). Hay una exageración algo paranoica en esto, pero en un sentimiento muy profundo en un sector del conservadurismo al que Trump ha apelado una y otra vez con el lema "hacer grande a Estados Unidos otra vez".

Romper el monopolio de Trump sobre el optimismo será quizá el mayor reto de sus rivales.

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