El mate y la butifarra




A ojos de cualquier argentino, lo que me ocurre con el mate y la butifarra puede ser una contradicción imperdonable. Adoro la butifarra, su textura, la sutileza de su sabor (una lady al lado de nuestra longaniza o del chorizo riojano). Sin embargo, con el mate no he conseguido una relación de amistad; prefiero la distancia, pasar, el no, gracias (con el dulce de leche es otra cosa, y con las medialunas, y con la voz de Adriana Varela, y con el cine de Campanella, y con los cuentos de Cortázar, y con los de Luciano Lamberti).

Diría que, a diferencia de lo que ocurre con la mayoría de los chilenos -que, en este caso, suele adoptar más la postura del francotirador-, soy un devoto de la Argentina y no me cuesta demasiado reconocer lo bien que hacen las cosas del otro lado de la cordillera: lo bien que escriben, lo bien que realizan películas, lo bien que habla el ciudadano medio, lo bien que comen.

No quiero decir con esto que el Paraíso está más cerca del Atlántico que del Pacífico -ahora menos que nunca-. Lo digo más bien como una forma de introducir lo que quiero plantear. Se trata más de una pregunta que de una certeza: ¿Cuánto del buen momento del fútbol chileno les debemos a los argentinos?

La imagen obvia es la de<strong> Marcelo Bielsa como artífice de un cambio de mentalidad y de estilo de juego que llevó a la Selección a Sudáfrica 2010.</strong> Más allá de los que plantean que el logro de Bielsa es similar a lo que hizo <strong>Nelson Acosta</strong> en Francia 98, <strong>hay una forma de jugar, una mirada, que ha persistido desde entonces y que otro argentino, Jorge Sampaoli, ha sabido reciclar, para instalarnos en Brasil 2014 como una selección que apuesta a ser algo más que un papel de extra en la Copa del Mundo.</strong>

La labor que hizo Sampaoli en la "U" es otra tarea -y perdonen la grandilocuencia- fundacional. Reinventó el fútbol de los universitarios, convirtiéndolo en un equipo espectáculo. Y aunque el "Fantasma" Figueroa no haya sabido capitalizar del todo ese fondo de juego, cada tanto la "U" despierta y vuelve a enrielarse por esos trazos que dibujó, en medio de su obsesión, el ex oficial del Registro Civil de Casilda.

Sin ir más lejos, el último título nacional fue obra de otro argentino a la cabeza de un plantel notable. Dudo que O'Higgins hubiera podido conquistar su primera estrella sin Eduardo Berizzo (al fin y al cabo, por eso lo quieren -¿y lo esperan?- en Universidad Católica).

El trabajo de ellos no ha sido nominal, sino que ha entrado con fuerza en el torrente sanguíneo de nuestro imaginario. Agrádenos o no, hemos heredado, por segunda generación, parte del ADN del fútbol argentino. Es cierto que lo hemos adaptado, que lo hemos acomodado a nuestras formas, pero, en lo más íntimo, si escarbamos un poco para mirar lo que hay ahí en el fondo, veremos varios genes pintados de albiceleste.

Alguien podrá decir que a los nombres de Bielsa, Sampaoli y Berizzo habría que poner en el otro lado de la balanza el nombre de tantos argentinos que han pasado con más pena que gloria por los pastos patrios: Cagna, Gallego, Franco, por nombrar algunos.

Tiendo a creer que en este asunto opera también esa dualidad del mate y la butifarra; esa contradicción vital. Pero en el fondo, puesto a responder esa pregunta inicial, supongo que sería de ciegos negar el aporte de nuestros vecinos en el gran momento del fútbol chileno. ¿Usted qué cree?

Comenta

Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.