El paisaje que queda




Lo que propone Paz Castañeda en Género menor, borrar para ver (hasta el 12 de septiembre en Sala Gasco) es un juego bastante simple: en una suerte de photoshop pictórico, omite las figuras humanas que protagonizan imágenes recordadas por ella de la historia de la pintura occidental o de la fotografía contemporánea, para dejar sólo el paisaje circundante. O sea, lo que fueron escenas de situaciones humanas se convierten en puro paisajismo.

Una serie de operaciones aquí son significantes. Primero, lo obvio: en el acto de borrar los cuerpos, borra el argumento. El foco es puesto, entonces, en el contexto y justamente en un género que por siglos fue considerado "menor". También, en la historia de la pintura, en la preeminencia del lenguaje, incluyendo la relación con lo fotográfico. Los cuadros escogidos van desde Bosque con Abraham e Isaac de Jan Brueghel El Viejo (1599), hasta Ofelia de John Everett Millais (1851) o las pictóricas fotografías Tatuajes y sombra de Jeff Wall (2000) y Shane de Gregory Crewdson (2006), pasando por obras del clasicismo, del rococó y el romanticismo.

Clave es también el uso de la cita y de internet. Con una estrategia típicamente posmodernista, revive esa sensación de que nada nuevo es posible. Pero no se trata sólo de revisar originales, sino de representar versiones propias a partir de reproducciones encontradas, escogiendo la que más se acerque a la imagen del recuerdo, principalmente por un tema de color. Desde un trabajo con la memoria personal, reflexiona sobre la hipercirculación de imágenes actuales y su consecuente somnolencia: provoca que revisemos pinturas reconocibles y nos centremos más bien en el paisaje que no vemos.

Y si lo humano no está, ¿qué queda?  Generalmente, la naturaleza; a veces, se integran construcciones en ruinas. Siempre son pasajes de luz y sombra. Pese a la diversidad de estilos pictóricos, el paisaje que queda tiene eso en común, una presencia que excede lo narrativo, siendo más bien atmósfera escenográfica. Gracias al encuadre y una factura que no pretende mímesis total, surge una suerte de permanencia teatral: algo ocurrió o está por ocurrir en ese espacio iluminado y, sin embargo, un silencio y soledad sin tiempo. Lo sublime. Es un paisaje romántico el que cruza -a ojos de la autora- las épocas. Atrapado por el cuadro, un paisaje eterno, ajeno, nostálgico.

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