¿Es aconsejable una política fiscal contracíclica?




La abrupta desaceleración que está experimentando la economía ha llevado a que las autoridades de gobierno anuncien que la política fiscal cumplirá un rol contracíclico. Esto se refleja en la Ley de Presupuestos 2015, recientemente enviada al Congreso, que contempla una expansión del gasto de 9,8% y de 27,5% en la inversión. No obstante, la efectividad de un estímulo fiscal cíclico sigue siendo un tema controversial en economía.

En 2002, Martin Feldstein argumentaba que existía un amplio acuerdo entre los economistas respecto de que una política fiscal discrecional contracíclica no ha contribuido a la estabilidad, e incluso ha sido desestabilizadora en el pasado.

El análisis keynesiano clásico concluye que el gasto fiscal tiene un efecto multiplicador que justificaría la política fiscal contracíclica al elevar el PIB y reducir el desempleo. No obstante, si las expectativas de las personas consideran el futuro y, en particular, cómo se pagará el mayor gasto del gobierno, su efecto multiplicador en la demanda agregada tiende a cero. Además, el rezago en la implementación de la política fiscal lleva a que no sea un instrumento adecuado para atenuar las fluctuaciones cíclicas y más bien tiende a ser desestabilizadora.

Este acuerdo parece haber cambiado con la crisis financiera de 2008-2009, cuando los países implementaron paquetes fiscales muy contundentes. Sin embargo, la evidencia respecto de su efectividad sigue siendo discutible. Por ejemplo, las rebajas transitorias de impuestos aplicadas en EE.UU. en 2008, a diferencia de una permanente que cambia los incentivos, se ahorraron sin un efecto significativo en el consumo, que era lo buscado para aumentar la demanda y reactivar la economía.

En Chile, el objetivo central de la regla fiscal es que los gastos de gobierno dependan de sus ingresos de largo plazo: ingresos ajustados por el ciclo de actividad y del precio del cobre.

Esto permite que el gasto público sea acíclico y no tenga el comportamiento procíclico, común en muchas economías emergentes, al expandirse en los momentos de auge y contraerse en las recesiones, lo que tiende a agudizar el ciclo económico.

Claramente, los gobiernos deben incurrir en déficits efectivos durante un proceso de desaceleración, pero es la meta del balance cíclicamente ajustado (estructural) la que permite determinar el grado de contraciclicidad de la regla. Por ejemplo, para la crisis subprime de 2008-2009, el gasto se expandió 16,5% durante 2009 y el déficit cíclicamente ajustado alcanzó 3,1% del PIB, pero no se logró evitar una caída de 1% del PIB. En 2015, el déficit ajustado por el ciclo sería mayor a 1%, el cual había alcanzado 0,5% en 2013. El problema es que el mayor gasto en el ciclo puede ser poco productivo, dada la premura por ejecutarlo y, además, termina siendo, al menos parcialmente, permanente, generando eventuales problemas de sostenibilidad fiscal. Si al final la respuesta es más impuestos, tendríamos una trayectoria aun menor de crecimiento de tendencia de la economía.

Contrario a su discurso, el gobierno también ha introducido rasgos de prociclidad en la política fiscal al incrementar las tasas de impuestos justo cuando la economía se encuentra en un punto de bajo crecimiento. Es claro que un mayor gasto público financiado con el aumento de impuestos no tendrá efectos expansivos. En general, si la abrupta desaceleración responde a un ambiente de creciente incertidumbre como argumentamos en la columna pasada, que mantiene expectativas de menores ingresos y empleo futuro, un mayor estímulo fiscal de corto plazo que no apunta a resolver esto es incapaz de generar una recuperación sostenida de la actividad.

Los esfuerzos por destrabar proyectos de energía e infraestructura, incentivar la productividad, mejorar la calidad de la educación, flexibilizar el mercado laboral, elevar la competencia de los mercados son bienvenidos; pero no constituyen una política contracíclica, sino una para incrementar el crecimiento de tendencia.

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