Un espejo enmarcado de balizas




Según la encuesta CEP, los chilenos confiamos cada vez menos en la mayoría de las instituciones, excepto en tres: Carabineros, las Fuerzas Armadas y la PDI. Surgen como una trinidad que nos refleja, sin quererlo, en un espejo enmarcado por balizas y sirenas de alerta. Allí donde hay jerarquía y orden, donde la autoridad está representada por un arma, donde los himnos reemplazan la imaginación y el servicio público consiste en cultivar la obediencia, es en donde nos sentimos más a gusto, pareciera indicarnos la encuesta.

La necesidad de un guardián cercano nos convoca como nada más parece hacerlo y es impermeable a los escándalos de cualquier tipo. Ni la turbia trama militar que en un abracadabra transformaba en humo, o en fichas de casino, el dinero del cobre destinado a las Fuerzas Armadas; ni los sucesivos "casos aislados" de abuso de carabineros a ciudadanos desprevenidos; ni las redes de corrupción de la PDI en Extranjería y su impericia para resolver casos complejos hacen mella a un sentimiento que es más fuerte y profundo que la mera racionalidad. Al menos así podría interpretarse el resultado de la encuesta a primera vista. Una posible explicación para el fenómeno -la férrea confianza en policías y militares- es el cultivo popular del espíritu del retén, aquel rasgo tan propio, difundido por las brigadas escolares y por los desfiles de fin de año frente a las autoridades de pueblos y ciudades. Una especie de educación cívica militarizada que enfatiza y valora los rituales y símbolos patrios, por sobre la reflexión sobre la convivencia o la exploración crítica de nuestras distancias y tensiones. Una suerte de alma nacional adicta al paso de ganso, los cañones decorativos y la garita de vigilancia.

Sin embargo, creo que existe otra explicación, complementaria a la del espíritu de retén, que explican el encanto que ejercen sobre nosotros las Fuerzas Armadas y de Orden.

¿Cuántas cosas en común pueden tener actualmente los chilenos independientes de su origen social y geográfico? ¿Qué experiencia cotidiana frente a una institución pública podría convocar del mismo modo a un gerente de la calle Rosario Norte, a una campesina de Licantén o a una profesora de Punta Arenas? Sin duda, la gran experiencia de convivencia era, hasta hace unas décadas, los día de elecciones. Pero el ejercicio de votar sucumbió gracias a la impericia de una casta política que no ha querido asumir las responsabilidades en una crisis que parece la larga agonía de un animal que nunca quiso hacerse cargo de su propia enfermedad. Del mismo modo, la experiencia de la educación pública como elemento unificador fue una pretensión surgida a principios del siglo XX, que cuando apenas alcanzaba a masificarse, fue descabezada a través de la municipalización. Hoy, la educación pública es un asunto propio de los más pobres, al que los privilegiados sólo se asoman para hacer comentarios sobre los "liceos emblemáticos", aquellos que suman un porcentaje ínfimo del total de escolares del sistema. Ni qué hablar de la salud o las pensiones. Si en algún momento el Estado sólo llegaba al pueblo llano a través de la asignación familiar y el reclutamiento para el servicio militar, hoy lo hace en la forma de un sistema educativo en ruinas, bonos de supervivencia y un sistema de salud que tiende a maltratarlos. Los más privilegiados, en cambio, huyeron de los servicios públicos hace mucho y contemplan la crisis como quien escucha un estallido lejano que provoca una preocupación sobre algo que les es ajeno.

Del mismo modo, la confianza en las instituciones públicas se fue fragmentando en trocitos que cobrarían significado según el lugar de nacimiento y la familia de origen; la experiencia de pertenecer a algo más amplio que brindara la sensación de comunidad nacional quedó restringida a los rituales -militares, deportivos-, las catástrofes y las empanadas de septiembre. A esta lista habría que agregar dos fenómenos reactivos de límites imprecisos que acabaron por descolocar a la clase política: la indignación frente al abuso y la ansiedad -alimentada por los medios, particularmente por la televisión- de ser vulnerados por la delincuencia. En los últimos años los chilenos -de diferentes orígenes sociales, geográficos, de distintas edades y géneros- nos hemos encontrado una y otra vez en un campo eriazo que ninguna institución ha logrado colonizar: la zona de la rabia por los abusos y el miedo a la delincuencia. Dos caras de una misma moneda, irremediablemente unidas; el rostro bifronte del desamparo.

Sin la sensación de una justicia que sea algo más que un gesto que jamás parece ejecutarse de manera efectiva, ni un proyecto común como horizonte, el único refugio frente a la desconfianza, la rabia y el miedo es el rumor de las sirenas y la tranquilidad que brindan los centinelas armados durante las noches más oscuras.

Hay algo allá afuera y nadie parece querer enfrentarlo.

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