Formas de llenar el día
Luego de leer el libro Rituales cotidianos. Cómo trabajan los artistas, obra del escritor y editor estadounidense Mason Currey, se confirma algo que tampoco es tan misterioso: no hay dos formas iguales de crear, no hay dos rutinas calcadas. Cada quien con su receta, con su librito.
Por cierto que este abanico de procedimientos creativos es una de las grandes gracias del libro, la diferencia, la diversidad de caminos a seguir a la hora de acometer la creación artística, humanística o científica. Rituales cotidianos es la recopilación de lo que Currey reunió en su blog durante años, a partir de la investigación de diarios, cartas, entrevistas y perfiles, y las respuestas surgidas de la pregunta "¿Cómo los artistas logran realizar un trabajo creativo y con sentido, mientras al mismo tiempo trabajan para ganarse la vida?". El blog de Currey ya no existe y mutó en libro, uno que resume 161 modalidades de trabajo –que también operan como fichas biográficas- de personalidades potentes de las artes, ciencias y humanidades, a saber Mozart, Truman Capote, Picasso, Joan Miró, Ingmar Bergman, Sigmund Freud, Umberto Eco y un etcétera de decenas de nombres grandes y mayúsculos.
No hay un solo régimen de trabajo creativo, pero todos los que componen el libro tienen su régimen de trabajo bien definido. Y muchas de esas maneras de ocuparse se empapan muchas veces en lo raro, en lo excéntrico, en lo difícil de comprender, pero también en lo banal, en lo mínimamente glamoroso. Veamos:
Nikola Tesla trabajaba desde el mediodía hasta la medianoche, con un pequeño ágape a las ocho de la noche en el hotel Waldorf Astoria. Nada extraño, salvo que Tesla no probaba bocado hasta calcular el volumen cúbico de la comida. Louis Armstrong, el trompetista de amplia sonrisa, no dejaba pasar un día sin fumar marihuana ni dormirse sin antes consumir el laxante herbal Swiss Kriss. Satchmo estaba tan convencido de las maravillosas facultades del purgante, que le regalaba a sus amigos una foto suya evacuando, con la leyenda "Déjalo todo atrás". Durante los años 40, el escritor John Cheever se levantaba cada mañana, se ponía su traje, bajaba por el ascensor con sus vecinos que se dirigían a sus trabajos, pero él, en vez de descender en el primer piso como el resto, seguía hasta el subterráneo, se instalaba en una bodega, se sacaba la ropa hasta quedar en calzoncillos y le daba a la máquina de escribir.
Rituales cotidianos no se limita a enumerar peculiaridades o extravagancias para invocar la inspiración (tal vez por eso el título habla de rituales antes que de rutinas), sino que echa luces respecto de cómo trabajaban las mentes más brillantes de la humanidad, cómo batallaban a diario para ordeñar la mente. James Joyce tenía por costumbre sentarse al piano y cantar antes de sentarse a escribir, mientras que el naturalista Charles Darwin seguía un cronograma que fácilmente puede ser el más esquematizado de todos los que se recogen en el libro. Luego de una caminata (40 personas de este volumen incluyen caminatas en su vida diaria) y un desayuno, ambos en solitario durante las primeras horas del día, Darwin comenzaba a trabajar a las ocho de la mañana. Noventa minutos después hacía una pausa, en la que leía la correspondencia junto a su mujer. Retomaba el trabajo a las diez y media, y a las doce culminaba su jornada de trabajo, para luego dedicarse a responder cartas y alternar lecturas y descanso, hasta que se iba a acostar, a eso de las 22:30. Hizo lo mismo 40 años seguidos.
Esas cuatro o cinco horas de trabajo práctico y cotidiano son una tendencia que se mantiene en la mayoría de las lumbreras revisadas. Rutinas limitadas, sin mucho boato, pero muy efectivas. La clave es la repetición, la constancia, lo que se confirma en una de las figuras más prolíficas del libro, el escritor belga Georges Simenon, autor de cientos de libros, todos creados a partir de unas pocas horas de trabajo diario. Así logró redactar más de 500 novelas y coordinarlo con el sexo con más de diez mil mujeres.
Otros, en cambio, se deslomaban. Por ejemplo, el escritor inglés P.G. Woodehouse escribía ocho mil palabras diarias. Faulkner lo superó con diez mil. El novelista victoriano Anthony Trollope se escribía, por reloj, 250 palabras cada 15 minutos.
Emprender el trabajo creativo, implica saber romper el bloqueo. Varios acá tienen sus fórmulas: Thomas Wolfe manoseaba sus genitales, Igor Stravinsky se paraba de cabeza. Woody Allen se duchaba. Schiller –esta es famosa, le llamaba la atención a Gabriela Mistral- olía manzanas podridas en un cajón. El cineasta David Lynch tomaba un espeso milkshake de chocolate con seis tazas de café colmadas de azúcar. Ese manantial de glucosa lo hacía rellenar con ideas montones de servilletas.
Volviendo a una parte de la pregunta inicial de Currey, sobre los escritores que tenían que alternar creación y parar la olla con trabajos paralelos, pareciera que éstos no están en una desventaja respecto de los que obtenían su salario a partir de la escritura. Kafka trabajaba en una aseguradora, mientras que George Orwell se desempeñaba en una librería, pero el orden es, nuevamente, esencial para escribir. La idea es siempre dejar una ventana a la intensidad y al genio, algo difícil de conseguir y que no siempre ocurre.
Alrededor de esa ventana creativa hay todo tipo de actividades, muchas de ellas pedestres, como jardinear o ver televisión. Pero en este libro lo que hay, y en cantidad, son caminatas, café, azúcar, tabaco y alcohol, formas populares de sacar la vuelta, lo que ocurre hasta en las mejores familias. A partir de esto último, este muy ameno compendio que armó Mason Currey deja una reflexión: antes que establecer una relación causa-efecto entre rutinas y aportes geniales a la humanidad, las ideas y las creaciones son sucesos extraordinarios que surgen en cronogramas ordinarios, seguidos con disciplina.
Mason Currey
Rituales cotidianos. Cómo trabajan los artistas.
Turner, Madrid, 2014, 264 págs.
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