Jornadas de limpieza




Hace 10 años mataron a Mauricio Egaña, tenía 30 años y ningún empleo estable. Vivía de allegado en una pequeña casa junto a otros seis familiares que se indignaron cuando la prensa los describió como "una familia pobre". Su padre había sido cerrajero y su madre viuda trabajaba en un frigorífico. Egaña era neonazi y lo apuñalaron para vengar la muerte de un chico antifascista que, a su vez, había sido apuñalado por un líder nacionalista de barriada. Ojo por ojo. La muerte de Egaña -conocido desde niño como "El Mafalda"- transformó repentinamente a los villanos rapados en víctimas y deudos. La prensa fue a su velatorio en una capilla estrecha frente a una calle sin pavimentar y lo que encontró allí fue un ataúd cubierto con una bandera que desplegaba una gran svástica; una corona con flores que dibujaban una cruz celta, y muchas cabezas rapadas sobre bototos militares. La televisión mostraba la escena como quien descubre un pájaro raro. Pronto los medios de comunicación quisieron escuchar las voces de estas criaturas peculiares.

¿Por qué son nazis si no son rubios? Era la pregunta habitual que les formulaban a los compinches de "El Mafalda". También era la burla con la que intentaban remecerlos. Un sarcasmo filoso que supone que el ejercicio de despreciar a otros es un privilegio que no les correspondía. En ellos no se veía bien ser neonazis, porque en nuestra mentalidad ejercer el racismo y el desdén por aquellos que son diferentes son lujos a los que sólo los más blancos y los rubios pueden acceder. "Mírense al espejo, ridículos", era lo que solía decirles la opinión pública.

Los neonazis se defendían en la televisión y en los diarios disfrutando sus 15 minutos de fama. Aludían a Raza Chilena, el libro con el que el escritor Nicolás Palacios postuló a principios del siglo XX que la mayoría de los chilenos éramos el fruto de una mezcla de pueblos guerreros: los conquistadores visigodos, por un lado, y los mapuches, por el otro. Mestizos, morenos, pero astralmente privilegiados. Muy diferentes al resto de los pueblos latinoamericanos. ¿No es eso lo que siempre nos enseñan, que somos una excepción? Palacios quiso darle una dignidad genética al rotaje desdeñado y escribió una tesis que mezclaba todas las pseudociencias racistas de moda en la época.

Una tarde, poco después del asesinato de Egaña, conversé con Raúl, alias "El Púa", amigo de "El Mafalda". "El Púa" tenía 23 años en ese momento, trabajaba como guardia de discotheque y estudiaba en un centro de formación técnica una carrera con destino laboral incierto.

Llevaba nueve años integrando un grupo de neonazis que conoció en un gimnasio de su comuna de origen. Era parte de la pandilla conocida como Santiago Sur, quienes mirados desde lejos parecían dar las órdenes y guiar al resto. Usaba chaqueta de aviador y durante el funeral de "El Mafalda" ocupó un sitial de privilegio junto al ataúd. "Nosotros somos sanos", me dijo cuando en lugar de pedir una cerveza pidió una Coca Cola. Me confidenció que para reclutar adeptos, más que en el color de la piel, ellos se fijaban en la separación de los ojos y la forma de la nariz y la boca. "El Púa", además, usaba la palabra "barrida" para describir las jornadas de golpizas nocturnas a borrachos, punks, travestis, prostitutas, homosexuales y peruanos. Los atacaban en grupos y con bastones retráctiles "para evitar el contacto corporal". En esos años aún no llegaba a Chile la inmigración colombiana. Tampoco la haitiana ni la dominicana.

"El Púa" describía todo con la calma de quien detalla una rutina de ejercicios. Conversamos largo rato. Yo buscaba entender su lógica y él, amablemente, se daba el tiempo para explicarme. En un momento de la charla trató de resumir su filosofía en una frase que parecía al mismo tiempo contundente y sensata: "Nosotros a lo único que aspiramos es al bien común", me dijo. Para él no era una ofensa ser tratado de racista, homofóbico o fascista. No iba a dejar de serlo si se lo gritaban a la cara. Tampoco creía en las cifras de criminalidad, ni en las estadísticas. El veía "escoria" y pensaba que debía eliminarse. En su entorno no encontraba demasiada resistencia a su punto de vista.

Cada tanto, después de leer una noticia, escuchar una declaración o un comentario sobre los inmigrantes que llegan a Chile -morenos, pobres- recuerdo la muerte de "El Mafalda" y la conversación con "El Púa". Pienso en la desesperada forma en que buscaban ser respetados, alimentando una fantasía absurda llena de normas y reglas esperpénticas para justificar una violencia que los ponía del lado de los que imponen el orden. Un juego que les hacía olvidar cuál era su propio lugar y el destino que les esperaba a ambos.

Leo las pintadas en contra de los haitianos en los muros de Estación Central y se me viene a la cabeza la eficiente forma en que las ideas de lo limpio, lo blanco y lo propio nos seducen, hasta extremos que no quisiéramos reconocer. Creemos que el racismo es una bestia importada, cuando siempre ha estado aquí, disponiendo de todos de manera sigilosa. Optamos por evitar mirarnos en un espejo roto que nos devuelva el reflejo de un rostro -hipócrita, feroz, temeroso- que quisiéramos sentir ajeno, cuando es profundamente nuestro. Un rasgo tan arraigado que puede incluso ser usado como un arma política; una forma de hacer sentir poderosos a los oprimidos y verdugos a los abandonados

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