Judíos en La Habana




Autor de la celebrada novela El hombre que amaba a los perros, en la que trató con particular esmero el asesinato de León Trotsky, el cubano Leonardo Padura regresa ahora al género policial con Herejes, una mastodóntica obra de casi 600 páginas que vuelve a tener como protagonista a Mario Conde, un ex policía de 55 años, descreído, rijoso y amigo del ron barato, que se desplaza por la capital cubana como sólo un habanero podría hacerlo. En esta ocasión, Conde deberá resolver un misterio que incluye un cuadro de Rembrandt y, posteriormente, la terrible muerte de una muchacha emo.

Basándose en un hecho real -el arribo en 1939 al puerto de La Habana del buque de pasajeros St. Louis, el cual traía abordo 937 judíos alemanes que escapaban del nazismo, a quienes no se les permitió desembarcar ni en Cuba ni en Estados Unidos ni en Canadá, con lo que debieron regresar a Europa a enfrentar un destino trágico-, Padura centra su relato en una familia de judíos polacos, los Kaminsky, cuyos miembros están repartidos entre La Habana y los ocupantes del St. Louis.

Los Kaminsky que viajan en el barco intentarán comprar el derecho a quedarse en Cuba con el cuadro de Rembrandt que poseen desde hace 300 años, pero, según se verá más adelante en la trama, sólo la pintura llegará a tierra firme. Mientras tanto, la novela avanza entre el presente y el pasado: Elías Kaminsky, pintor neoyorquino y nieto del legítimo dueño del Rembrandt, se traslada a La Habana con el propósito de rastrear los movimientos por los que pudo haber pasado el lienzo antes de llegar a una casa de remates europea que lo ha puesto recientemente a la venta. Para ello contará con la ayuda de Mario Conde, un tipo que, de un modo bastante ridículo, se toca varias veces la tetilla izquierda, "el sitio en el cual solían reflejarse dolorosamente sus premoniciones".

Hasta aquí, la historia de Padura permite recordar las imposturas pseudohistóricas de un escritor español malísimo, el inefable Arturo Pérez-Reverte, aunque, en comparación, el cubano no se fija límites: la extensa segunda parte de la novela transcurre durante el siglo XVII holandés, en Amsterdam, ciudad que recibió con los brazos abiertos a los judíos sefarditas escapados de España y Portugal, y en donde Rembrandt pintó sus mejores obras.

Con una ambición que va más allá de sus capacidades, y valiéndose de una verborragia proverbial, Padura se siente muy confiado en poder explicarle al lector cómo era que se vivía en Amsterdam a mediados del siglo XVII. El desafío no es algo menor, pues, como se sabe, pocas veces en la historia de la humanidad el arte y el pensamiento llegaron a producir obras tan sublimes como las de entonces. La pregunta, en consecuencia, salta por sí sola:

<strong>¿por qué debiera uno perder el tiempo leyendo un recuento mediocre, cuando, por ejemplo, están disponibles los libros que el gran historiador Simon Schama ha dedicado al tema? </strong>

Además de un humor pobrísimo y de algunas casualidades inverosímiles que, por supuesto, son claves en la investigación; además de ciertos clichés vistosos que pesan sobre las caracterizaciones de Conde y de la raza judía ("Acuérdate de que, mal que bien, soy judío… No te voy a regalar cien dólares todos los días para que me oigas hablar tonterías", le advierte Elías Kaminsky a Conde), la novela de Padura ofrece una solución única a los muchos flancos abiertos (chica emo incluida), algo que, fuera de permitirle al autor esa falta de contención ya mencionada, resulta muy decepcionante para quien logra llegar a la última página. Cada día es más desolador comprobarlo: la novela policial ha decaído a niveles lamentables.

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