La curiosa paradoja de Marcel Schwob
La felicidad estos días ha sido mi descubrimiento tardío de Marcel Schwob (1867-1905). Pese a tener en mi biblioteca un ejemplar de Vidas imaginarias desde hace más de diez años, no lo leí hasta que la semana pasada llegó por correo la edición de sus Cuentos completos que acaba de publicar la editorial Páginas de Espuma, en una maravillosa edición y traducción de Mauro Armiño. Pensé equivocadamente que el escritor francés era autor de un solo libro, pero luego descubrí que esos cinco años intensos en los que se concentra prácticamente toda su obra -de 1891 a 1896- fueron suficientes para seis libros notables y setecientas páginas sin desperdicio.
Hay una curiosa paradoja en Schwob: escribía obsesivamente sobre la antigüedad grecolatina y la edad media, pero lo hacía rompiendo con las formas decimonónicas al uso y apuntando más bien a varios de los caminos por los que circularía la narrativa del futuro: en Vidas imaginarias están sus relatos inventados de personajes conocidos, de Empédocles a Petronio, a los que el Borges de La historia universal de la infamia les debe muchísimo; La cruzada de los niños es una historia contada a través de múltiples perspectivas, un modelo para el Faulkner de Mientras agonizo; en El libro de Monelle hay un prólogo que bien puede haber servido de punto de partida para todos los manifiestos vanguardistas del siglo veinte: "Esta es la palabra: Destruye, destruye, destruye. Destruye en ti mismo, destruye alrededor. Haz sitio para tu alma y para las demás almas… Destruye, pues toda creación viene de la destrucción… Y para imaginar un nuevo arte, hay que romper el arte antiguo… Pues toda construcción está hecha de escombros, y nada es nuevo en este mundo más que las formas".
Schwob coqueteaba con los movimientos simbolistas y decadentes, pero guardaba su mayor admiración por el rigor narrativo y la imaginación desbordada de Stevenson: de ese cruce salieron sus mejores textos, que hurgan en torno a miedos y ansiedades viscerales ("El hombre doble", "El hombre velado") y están escritos con una prosa siempre deslumbrante y precisa y con una gran capacidad para la composición descriptiva: "El rey enmascarado de oro se levantó del negro trono donde estaba sentado desde hacía horas, y preguntó la causa del tumulto… Alrededor del brasero de bronce también se habían puesto de pie los cincuenta sacerdotes de la derecha y los cincuenta bufones de la izquierda, y las mujeres, en semicírculo ante el rey, agitaban sus manos" ("El rey de la máscara de oro").
Los cuentos de Schwob suelen ser compactos -de cinco a seis páginas--, giran en torno a mitos antiguos y leyendas populares ("Las estriges", "Aracne") y su pulsión narrativa en enorme: es difícil leer la primera línea sin querer continuar la lectura: "De repente, sin que nadie supiera la causa, las vírgenes de Mileto empezaron a ahorcarse" ("Las milesias"); "Cyril Tourneur nació de la unión de un dios desconocido con una prostituta" ("Cyril Tourneur, poeta trágico"). Si bien su imaginación se movía con comodidad en el pasado, en algunas ocasiones Schwob se atrevió a situar la acción en un tiempo por venir: en "El terror futuro" habla de "máquinas galopantes" hechas para la destrucción y parece estar imaginando las grandes guerras del siglo veinte: "… y de golpe la tempestad sangrienta, encendida… Estalló a la señal de un largo cohete llameante que brotó del Ayuntamiento en el cielo negro". Tanto al escribir sobre épocas remotas como sobre el futuro, Schwob era un visionario.
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