La línea divisoria




Un fantasma recorre nuevamente nuestra convivencia política y esta elección presidencial ha venido a ser su epifanía: un espectro de resentimiento, de intolerancia y polarización, que refuerza un estado de ánimo donde los acuerdos programáticos se hacen cada vez más inviables. En paralelo, el surco de desconfianza que hoy separa a los votantes de uno y otro sector se alimenta del único factor transversal que todavía parece subsistir: un deterioro evidente en la calidad del debate público y un aumento en la incertidumbre general.

El nivel observado en esta segunda vuelta solo ha confirmado la tendencia: propuestas cargadas de demagogia, de ambigüedad y ofertas que se asumen o se modifican al calor del más puro oportunismo. En efecto, los giros tácticos desplegados por ambas candidaturas en la búsqueda de votos han sido impúdicos, como vergonzosa la forma en que el gobierno ha intervenido para denostar al representante opositor; al final, cual más cual menos, todos han contribuido a niveles de descalificación que no se veían desde hace tiempo en la política chilena.

La pregunta obvia: ¿de dónde viene esta espiral de crispación que hace cada día más difícil concebir a los adversarios como parte de un mismo proyecto de país? Seguramente hay muchas causas, más lejanas o cercanas en el tiempo, pero entre ellas sin duda está una centroizquierda que impuso una agenda de reformas sin ninguna voluntad de construir acuerdos, una agenda fundada en consideraciones más ideológicas que técnicas, y que se usó para dividir a la sociedad de manera maniquea. A ello los opositores respondieron simplemente azuzando el miedo, sin hacer ningún esfuerzo por entender las razones que para un segmento importante de la población daba sentido a los cambios, aunque la forma de implementarlos pudiera ser discutida y cuestionada.

Ahora el proceso de polarización y la desconfianza recíproca no serán fáciles de desactivar. Al contrario, todo indica que continuará profundizándose gane quien gane el balotaje. La irrupción del Frente Amplio terminó de socavar las bases de sustentación de la centroizquierda, anticipando que un eventual gobierno de Alejandro Guillier podrá hacer muy poco sin contar con su venia. Y si triunfa Sebastián Piñera, la natural convergencia entre el FA y lo que sobreviva de la Nueva Mayoría conformarán una oposición implacable, que no estará dispuesta a mostrar el más mínimo espíritu constructivo. La guinda de esta torta de radicalizaciones es el colapso electoral del centro político, un efecto obvio y esperable de este tipo de procesos en que la moderación pierde legitimidad.

La otra pregunta inevitable: ¿habrá en el mediano plazo alguna voluntad de enfrentar esta tendencia, para buscar un piso mínimo de acuerdos en la sociedad chilena? ¿O la lógica inherente a las reformas en curso tenderá a reafirmarse en función de una línea divisoria que al final impide integrar a la otra mitad del país en el mismo proyecto político? ¿Es ésta la única manera?

Cuando se miran las cosas desde esta perspectiva queda claro que el triunfo de Guillier o de Piñera no suponen el fin de nuestra actual y compleja tensión. Al contrario, pueden representar únicamente caminos distintos para seguir profundizándola.

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