La moral de la cámara oculta




Hay días en que es imposible no preguntarse por la obsesión de la tele chilena por usar las cámaras ocultas. Ahora mismo CHV y TVN están emitiendo Manos al fuego y ¿Y tú qué harías?, dos shows construidos a partir del uso de las mismas para graficar con ellas el comportamiento amatorio y social de los chilenos.

Nada nuevo ahí. De hecho, Manos al fuego es ahora mismo un pequeño clásico de CHV. Show leve y eficaz, ha logrado reinventarse una y otra vez para seguir idéntico a sí mismo. Esta temporada, por ejemplo, se ha ambientado en el extranjero, ocupando como decorados playas caribeñas donde volvemos a lo mismo, a esas escenas de chilenos y chilenas infieles comportándose como los piratas de una noche inesperada. Por supuesto, el cambio de escenario le da sentido al asunto aunque se puede ver cierto agotamiento en el formato, pues quienes son filmados se preguntan casi siempre si lo que les está pasando es parte del show ("¿no estarán grabando para Manos al fuego?", dicen), como si dudasen de sí mismos, intuyendo que la realidad es solo otro programa de televisión. Esa dificultad formal, la de cómo poder repetir el esquema sin agotarse, también cruza ¿Y tú qué harías?, de TVN, que estrenó su segunda temporada hace unas semanas. Como el año pasado, el show sigue definido por la urgencia editorial de una televisión pública que se haga cargo de la descripción de temas como el racismo, el clasismo, la violencia social y de género. En ese sentido, lo más interesante es cómo muchas veces el experimento de cada caso se dobla hasta lo intolerable, como el momento en que en un negocio de ropa los clientes miran a un jefe insultar a sus trabajadores o cómo una mujer de edad es increpada por una cliente. Consuelo Saavedra y Amaro Gómez-Pablo le dan un poco de altura al asunto y, en sus intervenciones salvadoras, permiten que el espectador quede liberado de culpa por ver el programa. Así, estamos en el lado reverso de Manos al fuego. Acá la cámara oculta sirve para educar, el goce de ver al otro en una situación límite es relegado, lo importante es adentrarse en la sopa negra de la identidad chilena.

Porque ese es el fondo. Las cámaras ocultas permiten la eclosión de una etnografía trash donde cualquier interés está limitado por su ligereza. Carlos Pinto fue previsor en este asunto, cuando las patentó hace más de dos décadas en la tele local. Experto, supo venderlas al indicar que solo tenían sentido si podían revelar las taras del carácter de los chilenos. Solo así el morbo podía ser desplegado en la tele. Aquella idea sigue en el aire aunque ahora mismo es más que cuestionable: están en juego el derecho a la privacidad de los ciudadanos y la violación de su intimidad por parte de la industria televisiva.

Es imposible negar el atractivo del asunto pero tampoco su complejidad actual: hace pocos días el periodista y senador Alejandro Guillier acaba de volver a defender el uso que hizo de las cámaras ocultas cuando fue jefe del departamento de prensa de Chilevisión y expuso la condición sexual del ex juez Daniel Calvo, que llevaba el caso Spiniak. Ya sabemos lo que pasó; el juez salió de la causa y todo cambió para él y la investigación. Guillier es ahora precandidato presidencial y, por lo mismo, no deja de ser perturbador preguntarse cuánto de su moral maduró y se cristalizó en las pantallas, en la medida que esgrime aquella apología de su actuar, carente de cualquier clase de mea culpa respecto a su evidente homofobia. Nada nuevo ahí en todo caso. En la tele lo privado y lo público son categorías aleatorias, cáscaras vacías. El chiste ya no tiene gracia. En esa zona pantanosa, cualquier picaresca o bonhomía se acaba, y de nuevo es la cultura del entretenimiento la que permite entender y prefigurar a la política, haciendo que en esa estética del morbo se esconda una ética de vigilancia y sanción sobre las conductas íntimas de los ciudadanos.

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