La recomposición




Aunque toda elección plantea incertidumbres que solo despejan al momento de contar los votos, la verdad es que la gran incógnita de la política chilena en estos momentos es de qué manera se articularán en el futuro las coaliciones. El asunto es crucial, porque ningún partido por sí solo podrá garantizarle al país gobernabilidad en el mediano plazo.

La pregunta es especialmente dramática para la izquierda de mayor tradición. Lo es no solo porque su hegemonía haya sido desafiada por el Frente Amplio, sino también porque es verdad que en su interior, al menos desde la recuperación de la democracia, siempre cohabitaron en ella dos almas. Una socialdemócrata y renovada y la otra resueltamente nostálgica del viejo socialismo. Hoy, luego de que el PS le diera un portazo a Ricardo Lagos, la izquierda socialdemócrata está caída, pero eso no significa que se haya desvanecido para siempre. Distintos analistas ya se están haciendo cargo de que después de las próximas elecciones este sector tendrá varias facturas por cobrar. Incluso, se anticipa una noche de los cuchillos largos una vez concluidos los escrutinios. Algo de eso posiblemente habrá: es lógico, es humano, es explicable, porque en el operativo de demolición de Lagos hubo mucha humillación y deslealtad. Otra cosa, sin embargo, sería abrir la puerta a una caza de brujas, porque en rigor el efecto terminaría dañando aún más al sector. Ya bastante fracturada está la izquierda para agregar nuevos quiebres a su actual estado de situación. La racionalidad diría que el desafío del presente es más bien de reunificación. Aunque la incógnita -de nuevo- es reunificación en torno a qué.

Esa será la pregunta a la que deberán responder los partidos. Hasta aquí, la izquierda se ha estado negando, al menos formalmente, a reconocer su duplicidad, sus dos conciencias. Y lo más probable es que no la noche de la elección, pero sí a mediano plazo, tenga que hacerlo. Hay razones políticas obvias por las cuales la izquierda ha estado dilatando esa definición, pero si el Frente Amplio llega a configurarse en esta elección como fuerza política relevante -y si esta coalición no se enfrasca en las lógicas divisionistas a las cuales el radicalismo político es tan adicto-, la mitad del trabajo clarificador quedará hecho y a los partidos tradicionales no les quedará otra que reconocerlo. En tal caso, una alternativa sería que el futuro contemplara una izquierda tradicional hegemónica y moderada, quizás sin el PC, y otra izquierda radical que constantemente la estará desafiando. La otra alternativa, menos viable, es que el Frente Amplio no logre capitalizarse políticamente como fuerza autónoma el domingo próximo y la unidad de la izquierda termine produciéndose entonces en torno a ejes más radicales. Cualquiera sea el caso, los dos escenarios comportan para la izquierda tradicional una recomposición en la cual algo se pierde. En la primera se pierden los votos más extremos a favor del Frente Amplio. En la segunda, los más moderados.

El tema también complica a la DC. De seguir las cosas como van, pocas veces la suerte de una colectividad quedará tan condicionada a lo que dedican otros y no a lo que determinen sus orgánicas. Porque si hay una definición que todos los DC comparten es que son y se ven como un partido de centroizquierda. El cruce al otro lado del espectro, a la derecha, no está en la hoja de ruta de nadie. El problema es que de un tiempo a esta parte esa alianza comenzó a perder rating en la izquierda y en la actualidad hay tantos democratacristianos interesados en recomponerla como izquierdistas a los cuales les da lo mismo que la tal alianza se vaya al diablo. Ahí vendrá el momento de la verdad para la DC. Si la moderación se impone en la izquierda, el partido no tendrá problemas. Pero si la izquierda se extrema, su horizonte se ensombrece. ¿Alianza a cualquier precio con partidos sobregirados, aun si eso significa que su identidad se siga desdibujando? ¿O camino propio? El camino propio es heroico, pero difícil. En el mejor de los casos, podría convertir al partido en el fiel de la balanza de la política chilena. Es una posición que puede ser decisiva en distintos momentos, pero tiene poca épica. Implica, en cierto modo, renunciar a la capacidad de ser gobierno por un buen tiempo y eso para cualquier partido es muy duro.

Además, ni la izquierda tradicional ni el centro tienen en la actualidad muchos liderazgos a los cuales puedan echar mano al entrar a sus grandes definiciones. Este factor desde luego que ayuda poco. Es cierto que el ex Presidente Lagos mantiene relativamente intacto su ascendiente sobre una parte de la izquierda, pero el hecho de que la otra parte lo haya convertido en el icono de las claudicaciones y el entreguismo lo deja con poco margen de acción. No hay otras figuras de su tonelaje en el sector y hay quienes no descartan que, atendido el vacío, incluso Marco Enríquez-Ominami, el desertor temprano del bloque, asuma roles importantes en la rearticulación, toda vez que el sector quiera situarse, claro, más a la izquierda.

El tema de los liderazgos también afecta a la DC. Esto no es cosa de ahora. La DC no ha podido dar con una figura que, además de conectar con la ciudadanía, sea capaz de ordenar al partido. No solo no la ha tenido: en los últimos años la DC quemó cartas como Soledad Alvear, como Ignacio Walker, como Jorge Pizarro, como Jorge Burgos, que en distintos momentos asomaron como posibilidad y por distintas razones se frustraron. Lo más probable es que lo mismo se repita con Carolina Goic. El último político que realmente lideró a la DC fue el Presidente Aylwin y, aceptado que le correspondió actuar en un contexto muy distinto, desde entonces la colectividad sigue sin recuperar su confianza ni encontrar su destino.

Sí, todas estas son conjeturas. Pero está fuera de dudas que alguna recomposición tendrá lugar.

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