La verdad desnuda




Por extraño que parezca, lo nuevo en el arte siempre surge del diálogo con el pasado, con la tradición. Los hermanos Dardenne son los mayores continuadores del cine de Rossellini y Bresson. Del primero recuperan el aliento documental y del segundo, cierta espiritualidad y ascetismo. La potencia de sus películas se debe a que plantean dilemas éticos, algo no muy común en el cine de hoy. Si El hijo es una meditación sobre el duelo y El niño de la bicicleta sobre la orfandad, en Dos días, una noche los realizadores indagan en un conflicto eterno: solidaridad versus egoísmo.

Con la crisis económica como telón de fondo, la película se concentra en Sandra, trabajadora de una pequeña fábrica de paneles solares a punto de ser despedida. Según sus jefes, la depresión que la mantuvo alejada por un tiempo afectará su rendimiento. Entonces le ofrecen a los empleados que voten si desean que vuelva o, por el contrario, si prefieren absorber el trabajo de ella a cambio de un bono de mil euros.

Como la votación es un lunes, Sandra cuenta con el fin de semana para convencer a algunos que se inclinan por recibir la prima. El recorrido por las casas de los demás compañeros es, al mismo tiempo, una muestra de los intereses y valores que mueven al ser humano. Está desde el que argumenta que él no creó las reglas del juego hasta el que trabaja los fines de semana en un almacén porque el sueldo no le alcanza.

Los Dardenne saben que no tiene sentido juzgar a sus personajes. La estatura moral de los trabajadores no depende exclusivamente de cómo voten. Sus razones son bastante atendibles. Después de todo, ellos se ven enfrentados a dos deseos iguales: quieren que Sandra se quede y quieren los mil euros. Pero hay que elegir, siempre hay que elegir.

La película obliga a preguntarnos qué es más importante: ¿el bienestar de nuestros seres queridos o la dignidad de quien trabaja con nosotros? ¿Es aceptable que el mejoramiento de las condiciones de vida de la mayoría (los 16 empleados) se efectúe a costa de la minoría (Sandra)?

La tensión entre altruismo y egoísmo, que durante siglos ha animado a la filosofía moral, fue retomada a fines de los 70 por el científico Richard Dawkins en su influyente libro El gen egoísta. Allí define al individuo como una "máquina de supervivencia", un complejo sistema formado por miles de genes cuya prioridad es asegurar su existencia y reproducción. Incluso la colaboración entre parientes cercanos se basa en el interés por conservar la vida y garantizar, así, la prolongación del acervo genético. La mayor parte de las veces el altruismo no sería más que una derivación del egoísmo.

Algo similar pensaba Montaigne, para quien el éxito del arquitecto se debe a la ruina de las casas y el del médico proviene de la enfermedad. "Que cada cual sondee en su interior", escribe, "y verá que nuestros íntimos deseos en su mayor parte nacen y se alimentan a expensas de los demás". Al igual que en la cámara de los Dardenne, en Montaigne hay algo frío y desolador, como si estuviésemos ante la verdad desnuda.

Comenta

Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.