La yeta




Cuando el gaucho anda en la mala, pisa mierda y se resbala. La cita es de Larralde, creo. No es la manera más elegante de empezar una columna, lo sé, pero, a fin de cuentas, no se me ocurre una mejor condensación de lo que es tener una mala racha.

Como el goleador en estación seca que, después de luxarle la cintura al dos y al seis, ve con resignación cómo cada pelotazo termina pegando en el travesaño, en la canilla distraída de un zaguero que ya pasaba de largo o directamente en el helado del hijo del hincha de la tribuna alta, y en cada yerro no puede dejar de pensar en cuál será el elefante que lo ha meado, por qué los dioses se ensañan con su puntería, en qué momento va a volver a sacudir los piolines de la red. Qué cosa es un goleador sino promesa de gol. Y qué cosa es esa sequía sino el destino forzándolo al incumplimiento y al exilio.

La yeta, la mala suerte, la mala racha, nos toman por asalto como si las fuerzas del universo, con la apatía propia de un zapping de domingo por la tarde, no tuviesen mejor cosa que hacer que ponerse a jorobar los destinos de esos primates con ínfulas que habitan una motita azul suspendida en algún suburbio galáctico. Igual abanicamos las brasas de la paranoia conspirativa. ¿Por qué yo? Y le ponemos, entre comas, el Dios. ¿Por qué, Dios, por qué a mí?

De aquí se desprende que, de alguna manera, la yeta es una variante del teísmo, si entendemos al teísmo como la convicción de que hay un Dios personal, providente, creador y conservador del mundo, haciendo hincapié en lo providente, es decir, que es capaz de interactuar con los seres que él ha creado, oyendo sus ruegos y, si se le antojara, hacer el delivery ad hoc . La mala suerte es la taba dada vuelta de la providencia (aquello que nos es provisto, que nos es dispuesto anticipadamente), la moneda que cae del otro lado.

Admitimos intervención, concediendo que la yeta no se trata simplemente de un accidente estadístico, sino más bien un plan arcano y personalizado de las fuerzas superiores. Así como vemos una cara en dos agujeros en una caja de cartón o en la mancha de humedad de una pared, le ponemos alma al caos, siempre desde el ombligo. Después de todo, nos hemos resistido a pensar que la humanidad, o la vida misma, sean un mero accidente de la naturaleza. Tenemos una aversión ancestral a la incertidumbre.

El azar como motor primordial puede ser insoportable.

Entonces me acuerdo de La lotería en Babilonia. (Voy hasta la biblioteca y veo que, en el volumen que agarro, está en la página 456. Cuatro, cinco, seis: ¿Azar?)

Releo el cuento y refresco esa idea que Borges lleva al máximo. En el cuento -ustedes lo conocen-, la lotería convencional es considerada indigna porque "no se dirigía a todas las facultades del hombre: únicamente a su esperanza". Y es reemplazada por otra menos venal, en la que, "por cada 30 números había un número aciago". Quien no se animaba a jugar era considerado un pusilánime. Las trampas de los perdedores para eludir las multas transformaron la lotería en su expresión última, donde lo que se sorteaba eran los destinos de cada uno de los ciudadanos. Quien tomaba las decisiones acerca de los premios y de los castigos era La Compañía. Primero abiertamente. Y luego, "con modestia divina", secretamente. La pregunta que se instala es la de si todo aquello que sucedía en Babilonia, "el ebrio que improvisa un mandato absurdo, el soñador que se despierta de golpe y ahoga con sus manos a la mujer que duerme a su lado", todo aquello no eran, acaso, decisiones de La Compañía, "un funcionamiento silencioso, comparable al de Dios".

E<strong>l azar como ley inexorable. </strong>Y el reconfortante equilibrio circular: la misma matemática nos enseña que una moneda tiene tantas posibilidades de caer de un lado como del otro. Coexisten, en todo tiempo, las dos realidades potenciales. Simétrica, inimaginablemente.

La física cuántica recoge el guante, pero no nos vamos a detener en eso ahora.

Entonces el gaucho agarra un palito, raspa la base de la alpargata, mira al cielo y escupe una maldición. Después, si le cayó muy pesado el costillar y no se puede dormir, se pone a pensar en el azar. En las cartas que le tocaron aquella noche en el truco. En las que le podrían haber tocado. En las que le pueden tocar mañana.

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