Las delicias del ensayo
Ultimamente las novelas me aburren, y no hablo sólo de los bodrios que de vez en cuando comento en esta página. Me refiero a casi todas las novelas que se cruzan por mi camino de lector a sueldo y de lector a secas. Sé demasiado bien que hay obras maestras que aún no he leído, inconfesables lagunas, pero también estoy consciente de que aquel que sólo lee novelas pierde experiencias de lectura que la novela, por definición, es incapaz de aportar. Y dado que no se puede vivir sin leer, los libros de historia y de ensayos son hoy por hoy mis favoritos. Entre ellos, me topé hace algunos días con un hallazgo deslumbrante: Disparos en la oscuridad, del escritor y cineasta argentino Edgardo Cozarinsky.
Nacido en 1939, Cozarinsky emigró relativamente joven a Europa. Y allá se fue quedando, en su querida París. Esto, que en otro caso podría resultar un dato anecdótico, viene a ser algo relevante a la hora de definir el libro, puesto que uno de sus mayores atractivos es el cosmopolitismo atlético y despierto y profundo que se deja ver en los ensayos. A Cozarinsky se le puede aplicar con justeza esa magnífica frase de Hugo de Saint-Victor que nunca hay que olvidar: "El hombre que encuentra su patria dulce es todavía un tierno principiante; aquel para el que cualquier tierra es su tierra natal es ya fuerte; pero quien es perfecto es aquel para quien el mundo entero es como un país extranjero".
Los ensayos están agrupados en siete temas generales, que van desde viajes, homenajes y disquisiciones breves, hasta declaraciones políticas osadas y fugaces momentos íntimos. Notables son las piezas dedicadas a la muerte por abandono que sufren los viejos en París cada verano, a la amistad entre Borges y Bioy, a los italianos que se quedaron en Etiopía luego de la caída de Mussolini, a los diarios parisinos de Jünger, al análisis corajudo de la obra y la persona de Severo Sarduy, a la revisión de la figura de Emile Cioran y de Robert Brasillach, a un par de visitas a Beirut y Tánger.
Como todo buen ensayista, Cozarinsky se deja ver de a poco, o, dicho de otro modo, va sembrando pistas por aquí y por allá que le permiten al lector especular con provecho acerca de la personalidad de quien escribe. Descendiente de judíos ucranianos y sensato fustigador del marxismo, Cozarinsky no cede ante la ideología políticamente correcta a la hora de expresar sus gustos personales. "No hay mérito en ser antinazi cuando se es judío", declara en un momento. Y es evidente que figuras como De Gaulle, Picasso y Sartre, íconos de la cultura francesa, la de su patria adoptiva, le resultan antipáticas, del mismo modo que los autores tratados en un capítulo llamado "Derechas" le parecen admirables. Y ciertamente lo son.
El humor es signo de inteligencia, todos sabemos eso. Pero en este libro, a ratos, hay cierto retorcimiento del humor que seduce con mayor encanto que la lucidez o la genialidad. Así lo demuestran las alusiones a aquel muchacho que mataba niños clavándoles un clavo en la cabeza, o a ese noble inglés segundón, "condenado a vivir de su ingenio", que adonde iba les pegaba etiquetas autoadhesivas con su nombre a los muebles de sus anfitriones, y así, una vez que el sujeto moría, "atropellado por un taxi o asesinado por un gigoló", los reclamaba como parte de una falsa herencia. Los deudos le entregaban dichosos la pieza en cuestión, "halagados como suele estarlo la clase media cuando la aristocracia la pone a su servicio".
Por lo general, un ensayista destacado es siempre capaz de cosechar la simpatía del lector, de cualquier clase de lector. Edgardo Cozarinsky y sus disparos en la oscuridad producen una sensación más compleja, la de la admiración.
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