Lo Preocupante del Voucher Universitario




Es difícil tener un juicio claro de la reforma universitaria que intenta impulsar el gobierno. A la fecha, aún no se ha socializado el diseño final de ésta, por lo que cualquier evaluación arriesga ser precipitada. Sólo es posible realizar un juicio de algunas de las señales y declaraciones del Ministro de Educación, Nicolás Eyzaguirre. Algunas parecen correctas, otras preocupantes.

Lo correcto. Primero, pareciera claro que el gobierno desea impulsar un cambio paradigmático en educación. Entiende que existen esferas de la sociedad que no pueden ni deben estar sujetas a las leyes del mercado. Esto es, subordinadas al lucro, la capacidad de pago de las familias y la habilidad de los oferentes para segmentar y descremar. La educación debe constituirse como derecho social, y su sistema como espacio de construcción de una sociedad más justa y cohesionada, desde donde se forma y ejerce la ciudadanía. El fin al lucro y la promesa de gratuidad universal son consistentes con esta visión. Pero no basta. Debemos recuperar el sentido que ha tenido la educación en los últimos 200 años en el mundo occidental, previo a las reformas neoliberales de los ochentas. Recuperar tanto su función cívica-cultural, clave en la consolidación del Estado-Nación (siglo XIX) y de sociedades modernas y democráticas, como su función estratégica en la agenda de desarrollo económico y social de los países (desde mediados siglo XX).

Segundo, se declaró que universidades tanto estatales como privadas podrán recibir financiamiento público. Sujeto a fuertes requisitos, esto es correcto. Si miramos más allá de lo inmediato. Se debe reconocer que desde su lento surgimiento en el siglo XI, las universidades nacieron como asociaciones privadas de estudiantes (Bologna) y profesores (Paris), y que eso no impidió su contribución histórica a lo público: formando personas y generando conocimiento.

Dicho esto, también se debe reconocer que su condición privada tampoco impidió, en muchos casos, que se volvieran endogámicas y elitistas, cultivando visiones parciales/confesionales, desconectadas de las necesidades y exigencias de la modernidad. Entre otros factores, esto explica la tendencia por parte del Estado a controlar/absorber el sistema universitario europeo desde el siglo XIX, con el fin de otorgarle una mayor sintonía con las necesidades de la sociedad. El surgimiento del modelo universitario Napoleónico, basado en un fuerte control público, constituye la máxima expresión de este proceso (Ruegg, 2011).

Es correcta entonces la tercera declaración del Ministro, quien ha defendido la necesidad de darle un trato preferente a las instituciones estatales, las cuales deben su ´razón de ser´ a dicha vocación pública y orientación universalista hacia el saber crítico. Por ello, están reguladas por un régimen público que busca garantizar que sus procesos y orientaciones sean fieles a esa misión. A diferencia de las privadas, las estatales deben velar por el pluralismo ideológico de sus académicos y la diversidad social de sus estudiantes. Si bien las privadas pueden optar por una vocación pública, hasta ahora, ésta es sólo voluntaria y puede extinguirse apenas sus dueños así lo decidan. En el futuro, dicha vocación debiera ser un requisito para la recepción de financiamiento público. Con todo, urge aumentar el peso que tienen las universidades estatales en la matricula total de estudiantes. En el mediano-largo plazo éstas debieran superar el 50%.

Lo preocupante. Primero, canalizar la gratuidad universal (aporte a la docencia) vía vouchers o subsidios a la demanda es un error. Tres décadas de experimentación y funcionamiento en nuestro sistema escolar (único en el mundo!) debieran bastar como lección de lo inadecuado y perverso que es dicho modelo. En educación, los mercados NO producen más calidad, equidad, ni mayor eficiencia. Tampoco promueven la retención ni graduación de sus estudiantes universitarios.

La experiencia nacional, escándalos mediantes, demuestra que este mecanismo de pago, sólo incentiva a las universidades a matricular el mayor número de estudiantes posible. En este contexto, no importa que los alumnos deserten, mientras éstos sean sustituidos por otros. Dada las fallas de mercado, la competencia NO opera como mecanismo de mejoramiento continuo. Las instituciones compiten a través del gasto publicitario e inversión en infraestructura llamativa. Poco hacen para mejorar su calidad académica. Finalmente, ante la ausencia de la fijación de aranceles máximos, éstos crecen exponencialmente respaldados por el mayor número de becas y créditos.

¿Cuál es la solución que muchos países OECD ocupan (incluyendo varios estados en EE.UU.)? Sistemas modernos de subsidio a la oferta, mediante formulas transparentes de financiamiento que pagan por matrícula y resultados relevantes (Performance-based funding). Es decir, se le paga a las instituciones en base a una formula que incluye no sólo número de alumnos, sino que calidad de profesores, número de graduados cada año y porcentaje de éstos que lo hicieron en el tiempo correspondiente (sin atrasos). Esto permite inducir directamente mejoras continuas en el sistema, estableciendo planes de progreso atados al financiamiento, sin alterar en absoluto la autonomía de las universidades en la gestión de dichos recursos. Su naturaleza también permite ahorros para el Estado: mientras que el sistema de vouchers paga siempre el mismo monto por alumno (independientemente del número matriculado en cada institución), el sistema propuesto permitiría reconocer las economías de escala que surgen en instituciones de mayor tamaño, pagando un menor valor por los alumnos adicionales. Esto se puede realizarse sólo a partir de cierta escala óptima de operación, para no desincentivar el necesario crecimiento de las instituciones.  En síntesis, el sistema de vouchers es deficiente, no induce a mejoras de calidad y es más caro!

Segundo, aún falta definir cómo financiar la gratuidad universal en el largo plazo. Alcanzar este objetivo costaría 1,64% del PIB y su financiamiento, incluso vía impuestos neutrales, aseguraría que esta política sea progresiva (Sanhueza, 2013), contrariamente a lo que suele afirmarse sin mayor evidencia  (omitiendo el hecho de que la desigualdad de ingresos es mayor a la distribución del gasto). Sin embargo, su grado de progresividad puede mejorarse aún más a través del mecanismo de financiamiento utilizado. Una forma efectiva de aumentar su progresividad, garantizando además que este sistema se autofinancie en régimen, es transitar hacia un sistema de impuestos específicos al graduado. Éste permite garantizar gratuidad y generar mecanismos donde los egresados que ganen más, paguen más. Este sistema es más sustentable que un sistema de créditos contingente al ingreso, hoy fuertemente cuestionado en Inglaterra (uno de los países promotores del esquema) por su inviabilidad financiera, debido al alto porcentaje de créditos no recuperados.

Por supuesto existen múltiples otros temas, aún no anunciados, que deberán ser discutidos a la brevedad: mejoramiento del sistema de acreditación, disminución importante del número de instituciones de educación superior, y creación de la Superintendencia y Subsecretaría de Educación Superior, entre otros. Sin embargo, por ahora, urge reconsiderar la utilización del mecanismo de voucher, ese que ha sido tan dañino para la educación y sociedad chilena.  

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