Los tres chiflados




Al observador de la política latinoamericana bien podría alguna vez asaltarlo la perturbadora sensación de haber regresado a su infancia y estar en el cine  viendo a Los Tres Chiflados dándose los sopapos y coscachos de siempre. Por qué no; después de todo el pueblo soberano de la región una y otra vez permite, con el ticket de sus votos, a Moe hacerse cargo de la economía, a Larry manejar la distribución de sobornos y maletines y a Curly enfrascarse en la tarea de distorsionar las instituciones. En Chile ese viajero del tiempo habría disfrutado esta semana de un sabroso "bonus track": el fogoso ex intendente Huenchumilla amenazando con un malón decimonónico de las etnias originarias.

Desde el punto de vista de la cátedra económica, desde el punto de vista de la moral y desde el de la eficiencia el Moe de turno es casi siempre un morón sin remedio, Larry                  -quien se multiplica en miles de especímenes- es un corrupto de pies a cabezas y Curly, micrófono en mano, no deja de espetar tonterías. Desde cualquier punto de vista el trío no hace sino arruinar a los países. Nótese que a las figuras estelares preciso es agregar el reparto, el Gran Elenco de los tíos, padres, sobrinos, hijos, amigotes y camaradas que pululan en los pasillos y recámaras del poder con cargos de gobierno, vendiendo influencias -se llama lobby- o sumidos hasta el cogote en oscuros negociados.

¿Cómo es posible?, se pregunta ese observador. ¿Cómo no los han sacado del escenario a patadas en el trasero? ¿Acaso ha prosperado tanto Argentina para que el peronismo, instaurado en los años 40 del siglo pasado, siga levantando cabeza con una encarnación tras otra? ¿Acaso Venezuela no va a la ruina y sin embargo el chavismo y el madurismo continúan en su sitio ganando 18 elecciones de 19? ¿Acaso Brasil, con ya más de 10 años de gobierno del Partido de los Trabajadores, no afronta una crisis y putrefacción política como nunca antes tuvo? Pues bien, la función continúa porque dichos regímenes son reelegidos. Es entonces cuando ese observador, ya no pasmado sino hastiado, concluye que estos pueblos son de una irremediable necedad y se merecen lo que tienen, pensado lo cual se retira a su vida privada y se convierte en ciudadano desinteresado de la política. Con su hastío y retiro fortalece una de las condiciones que hacen posible los gobiernos de los tres chiflados, esto es, de los populismos, régimen hacia el cual pareciera tender nuestro país. Es entonces necesario y quizás urgente echarle una mirada al reestreno que se nos viene, al populismo 2.0 en todo diferente al original salvo en una cosa en la que es idéntico, a saber, en su inevitable inepcia, irremediable esterilidad, atmósfera de barbarie, espíritu de vendetta y vocación por un atraso crónico.

Eternidad

Este perpetuo reestreno no es de extrañar. Todo sistema político aspira a la eternidad, sinónimo de duración indefinida de los privilegios y de tiempo ilimitado para poner en práctica las agendas. Para lograrlo sus titulares hacen uso de cualesquiera mecanismos tengan a mano. Por eso el tema central de los tratadistas desde Platón en adelante, pasando por Macchiavelo, Hobbes y muchísimos más, es desentrañar la "cuestión del poder", cómo se obtiene, cómo se promueve y sobre todo cómo se conserva.  El Príncipe de Macchiavelo es un recetario para lograr esos efectos.

Los sistemas difieren en su grado de hospitalidad para los ambiciosos. La democracia clásica no lo es. De su esencia es mantener en vilo a quienes gobiernan por la sola existencia de comicios frecuentes que pueden sacarlos abruptamente de sus posiciones. Si eso es un "vicio" de estabilidad, ha sido trasmutado en una virtud expresada en la frase "la alternancia en el poder". Otros sistemas son más estables porque ninguna intervención popular los juzga y jubila y el poder puede conservarse largo tiempo, pero son peligrosos; un cambio de autócrata en el Imperio Romano o de secretario general del PCUS en el Imperio soviético bien podía significar, para los engordados cortesanos del anterior tirano o "secretario", el reglamentario tiro en la nuca, un exilio miserable o con suerte sólo una caída en desgracia, en la pobreza y la oscuridad. Las monarquías con la sucesión teóricamente asegurada tampoco eran una taza de leche; se dependía del capricho del monarca y sus favoritos, de los azares de la procreación en el seno de la dinastía y de la discrecionalidad de un Estado manejado como  propiedad inmobiliaria.

Menos mal que con el avance de la humanidad llegaron los populismos a ofrecer a los ávidos de poder la síntesis ideal: un remedo de elecciones democráticas que tranquilice la conciencia, supervivencia física garantizada y una larga gestión mientras dure la plata para beneficiar a la clientela.

Nuevas clientelas

El populismo del siglo pasado se basaba en la simple dupla constituida por el "líder carismático" y la base electoral popular que lo sustentaba. El Estado, sin el vasto tinglado que maneja hoy, no tenía grandes capacidades para la beneficencia; normalmente a la querida chusma sólo se le ofrecían promesas, leyes ineficaces, una esperanza, el "Cielito Lindo" y mucha buena onda. Era un populismo sin base institucional, sólo personal. El líder llegaba al poder a lomos de su clientela, pero ya en el gobierno era muy pronto desmontado por elites, congresos y ejércitos listos para intervenir a la primera ocasión. La imposibilidad de cumplir las promesas era siempre la causa.

El populismo actual es muchísimo más sólido. No se fundamenta en carismas, sino en estructuras y dinastías. La señora Rousseff carece de gracia, es más, peca de lo contrario, pero le bastó el mérito de su alta membresía en el Partido de los Trabajadores y la bendición apostólica de su antecesor, el señor Lula. Maduro, en Venezuela, no es precisamente un genio deslumbrante, un orador ciceroniano ni un chacotero como al menos solía serlo Menem sino un conductor de camiones cuya palanca de cambios sólo conoce la marcha atrás, pero la mano de Chávez se posó sobre su cerviz y eso bastó para ungirlo. La señora Kirchner tampoco da ejemplo de las "buenas prácticas" populistas del pasado, pero en su calidad de viuda de Kirchner contaba con los debidos antecedentes sacramentales. En suma, el populismo es ahora una suerte de monarquía popular, sistema bien organizado y no una anécdota de discursos, pistoletazos y primeras damas -Eva Perón- embalsamadas y escondidas en la trastienda de un rotativo; es hoy un duradero estado de cosas, no un accidente político, entidad institucional capaz de legar una máquina de poder dotada del maravilloso don de la auto- perpetuación. Lo hace a base de una amplia clientela de beneficiarios, el control del Estado y, llegado el caso, el fraude electoral que permite lo último. En breve, los populismos modernos no son fenómenos transitorios sino cuerpos estables y reelegibles. Como un buen circo itinerante, tienen líder pero no ya dependen de él.

Quid pro quo

No se trata, entonces, que el populismo exista y persista por "necedad" del pueblo ni nos encaminemos a él -como aceleradamente sucede- debido a eso, sino es fruto de un regulado y frío intercambio de favores celebrado a plena conciencia entre una clientela de electores y sus patrones políticos, base a la cual se suman muchísimos miembros del aparato del Estado y sus familias, los intereses corporativos asociados a él y jóvenes declamando su apoyo por razones ideológicas. Eso suele ser suficiente, pero si acaso no lo es siempre es posible agregar una módica dosis de intervención electoral.

En breve: hoy ya no se requiere tener un talentoso Arturo Alessandri para encantar a las masas; una medianía funcionaria está en condiciones de cumplir igual función. En vez de arrojarle el abrigo a  la "querida chusma" para que no pase frío se cuenta con un importante  presupuesto para calentarles el cutis a jóvenes, mujeres, ancianos y niños, a marginales o pobladores, a los desposeídos o a los "sectores vulnerables",  a las clases medias emergentes o a etnias especiales. Para eso está el "gasto social".

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