Mad Men: Eso es todo
La canción es ridículamente perfecta. La niña es pequeña, la casa se incendia. Su padre la saca a la calle y ven el mundo deshacerse en llamas. Y eso es todo. Luego, el padre la lleva al circo, el lugar maravilloso, donde una mujer de mallas rosadas vuela por encima de sus cabezas. Y eso es todo. Ella se enamora, del hombre más fantástico, él se va y ella piensa que se va a morir. Pero no se muere, y eso es todo. Ella sabe lo que estamos pensando, que en ese caso, por qué no termina con todo de una vez. Pero, dice ella, no está lista para esa desilusión final. Y empieza una vez más el coro: "Si eso es todo amigos, sigamos bailando. Si eso es todo amigos, abramos el alcohol y hagamos una fiesta".
La canción es Is that all there is de Peggy Lee, grabada en 1969; por lo mismo Matthew Weiner, el creador de Mad Men, tuvo que esperar hasta la temporada final de su serie sobre publicistas, alcohol, cigarros y Nueva York, para usarla. Así, con la voz de Peggy Lee, dimos comienzo esta semana a la despedida de Mad Men, sus siete capítulos finales y la segunda mitad de la temporada que comenzó el año pasado. Mad Men ya dejó los años sesenta, la revoltosa década de sueños y cambios y revolución norteamericana, y ahora encontramos a nuestros protagonistas en 1970.
La canción es ridículamente perfecta porque Mad Men es una serie, siempre ha sido una serie, existencialista. Un análisis a vivir donde la vida no sale muy bien parada. Pensemos en Don Draper, el huérfano que creció en un burdel y llegó a la cima de Manhattan, familia perfecta incluida. Eso no lo hacía feliz. Lo dejó, y la vida nueva tampoco lo hacía feliz. "¿Qué es felicidad? Un momento antes de que necesitas más felicidad", dijo Draper alguna vez. La temporada comienza con Don y Roger haciendo buen uso de la fortuna que les ha significado el acuerdo con McCann. Pero el capítulo avanza y -en un montón de paralelos con la primera temporada- la angustia Draper se instala de lleno. Sueña con Rachel, su ex cliente y la mujer que no quiso comenzar una vida nueva con él. "Tu avión se fue", le dice ella. Aunque Don la persiga, para llegar nada menos que a su funeral, probablemente sabe que da lo mismo el vuelo, el destino final sería el mismo. Betty, Megan, Rachel, Faye, su vecina Sylvia, y hasta la mujer de la cafetería con que comparte algo de sexo en un callejón; todo termina con Don en la loza del aeropuerto, pensando que eso es todo lo que hay. Roger Sterling, en un momento de lucidez -pre bigote insólito de este último episodio- explicaba muy bien en el siquiatra la tontería de vivir: uno ve puertas y quiere saber qué hay al otro lado, las cruza, luego quiere cruzar puentes, y avanza y avanza mientras va cerrando el camino hacia atrás y dándose cuenta que para adelante no hay nada más que eso. Puertas y ventanas y puentes.
Por todo lo anterior es que Mad Men es una serie feroz, sin piedad y pocas veces corazón. Los matrimonios se terminan, los hijos no quieren a sus padres, los amigos se traicionan y lo más parecido a una relación estable es la de Don y Peggy, porque son dos humanos que ambicionan lo mismo, están dispuestos a borrar y arrasar con su pasado, y en esa pequeñez y soledad, se reconocen. Mad Men es hija de Los Soprano, porque es imposiblemente ambiciosa, y en eso deja en el camino a todo lo demás: a Breaking Bad, a True Detective, definitivamente a House of Cards. No pide disculpas, no redime, no gusta agradar. No hay nada en la televisión como esto: sesenta hermosos minutos a la semana para recordar que no hay un gran plan. "El universo es indiferente", dijo alguna vez Don. Y si la canción de Peggy Lee es un adelanto de lo que viene, Don Draper no se tirará al vacío desde la cima de un rascacielos de Park Avenue. Y probablementen no se instale tampoco en una casa en Connecticut a una apacible madurez. Va a abrirl el alcohol y hacer una fiesta, amigos, porque esto es todo lo que hay.
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