Malas palabras




El revuelo provocado por las preguntas sobre el copago y el lucro en la educación de la última encuesta CEP, publicada el jueves, tiene tanto que ver con los enunciados como por las respuestas obtenidas. La metodología está de un lado y ya es objetó de disección colectiva entre expertos. Pero las críticas a la encuesta esconden algo más: el desaliento de un sector que quizás pensaba que en un chasquido la ciudadanía iba a cambiar sus ideas, no tanto sobre el copago, como sobre la educación pública como horizonte hacia el que avanzar. Las buenas intenciones no tuercen tan fácilmente la realidad y aunque el más convencido de los expertos en educación tenga todos los números y estudios que respalden que nuestra sociedad necesita una educación pública extendida y gratuita eso no va a significar que la gente vaya a correr a matricular a sus hijos a un liceo o escuela mientras pueda pagar para mantenerlo en un establecimiento que, al menos simuladamente, lo mantenga a salvo del sótano social del que es actualmente sinónimo el sistema municipal. Creo, incluso, que ninguno de los especialistas, economistas ni políticos progresistas que defienden esa postura actuaría distinto. ¿Por qué razón el ciudadano común debería querer otra cosa?

La percepción sobre el copago tiene raíces más complejas que la simple simpatía por una reforma educacional. Las respuestas a las interrogantes sobre el asunto formuladas por la encuesta CEP más que representar una mera opinión puntual sobre una política pública educacional, son el reflejo de una forma de vida, una cultura construida en ese escarpado farellón que es nuestra geografía social. Un acantilado -sin casi mesetas de descanso- que tiene en las profundidades abisales al sistema municipal y en el llano terreno superior a los colegios privados de mayor prosapia. Una geografía vertical levantada en paralelo a la desigualdad económica, que representa un solo desafío-país: arribar. ¿Es condenable querer hacerlo? ¿Es moralmente cuestionable acatar y reproducir el sistema para alguien que sencillamente no conoce otro? ¿Podríamos juzgar la desconfianza frente al cambio?

Matricular a los hijos en lo más parecido a un colegio privado alcanzó en Chile el rango de sello de dignidad desde que "liceo" o "escuela" comenzaron a ser percibidas como malas palabras. <strong>En nuestro medio decir que alguien estudió en un "liceo con número" es una manera extendida de menosprecio trivia</strong>l. Todos sabemos lo que eso significa. En esa cultura hemos vivido los chilenos por décadas y no me atrevería a juzgar a alguien por querer huir del escarnio.

Así como para un ciudadano sueco seguramente las preguntas sobre el copago serían una curiosidad que lo llevaría a sacar un par de cuentas antes de responder, para un ciudadano chileno significan mucho más que un mero sistema educacional y la diferencia entre pagar y no. Son interrogantes que involucran su propia posición en la escala social local, el fantasma persistente de caer por el despeñadero y la ansiedad de que sus hijos logren avanzar un poco más en la pendiente hacia el respeto. Aunque la promesa sea una fantasía levantada sobre un nombre rimbombante y un uniforme colorinche del que algunos puedan burlarse. Se trata de una forma de vida que atraviesa la dignidad de las personas y sus aspiraciones y que por muy irracional que parezca es la realidad cotidiana de muchos. Cualquier reforma debe tener en cuenta ese inasible y doloroso factor que se instaló en nuestra cultura, aquello que seguramente no aparecerá en ningún estudio económico.

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