No es para tanto




Hace unas tres o cuatro generaciones, en el carné de identidad de muchas chilenas el Registro Civil anotaba la expresión "labores del sexo" en el casillero de la actividad o profesión. Hoy, cuando ni siquiera las putas aceptarían esa nomenclatura, el hecho entrega una pálida medida de la distancia que hay entre el Chile de ayer y el de hoy en materia de reconocimiento de los derechos de la mujer.

Ha sido una batalla larga y, sin embargo, día que pasa prueba que en realidad no hemos avanzado tanto y que el camino que queda por delante todavía es muy largo.

El feminismo de los años 60 puede tener varias buenas razones para celebrar que algo movió las agujas de la igualdad de género. Efectivamente, hay más conciencia de lo lesivas que son las discriminaciones en este plano, pero eso no significa que se hayan extinguido. Cada vez que ocurre un femicidio, cada vez que se divulga un estudio del mundo laboral donde las remuneraciones entre hombres y mujeres acusan brechas importantes e imposibles de justificar, cada vez que reparamos que en el mundo político las mujeres son todavía una excepción, el tema de la desigualdad reaparece en sus expresiones más torvas y ancestrales. La modernización no ha corrido mucho las fronteras en este plano o, al menos, no las ha corrido a la velocidad que las agentes de esta causa hubieran querido.

Es verdad que el tema está arraigado en las escuelas, en los partidos, en las empresas, en el aparato del Estado y en los códigos laborales. Pero no sólo está allí. Por encima de todo eso hay un tinglado, anterior y superior, que responde a una matriz cultural donde, en principio, era el hombre el que proveía y la mujer quien se hacía cargo de la familia y de la casa. Si alguien cree que esa matriz está en extinción le convendría darse una vuelta por los barrios más acomodados de las ciudades chilenas y encontrarse con una buena cantidad de mujeres de clase alta a las cuales nunca se les pasó por la cabeza que su desarrollo personal podía incluir otra cosa que ir a buscar y a dejar niños y alcanzar al gimnasio, a la peluquería y al mall entremedio. ¿Hay algo malo en esto? Por cierto que no: cada quien se desarrolla como quiere. La pregunta es si opciones así no están condicionadas por inercias atávicas y si estas inercias no están frustrando expectativas de vida que eventualmente podrían tener mayores retornos o ser más desafiantes.

Si el feminismo en los últimos 40 o 50 años fue en Chile la tenida de combate con que mujeres pioneras salieron a quemar sostenes y a combatir a la sociedad machista y falócrata, probablemente nadie representó mejor en términos políticos esa bandera que Michelle Bachelet, quizás no como feminismo duro, pero sí en términos de igualdad de género. La Presidenta Bachelet, por las reformas que impulsó, por Caval, por su ausencia de liderazgo, puede haber perdido mucho de su capital político, pero si algo no ha perdido es la incondicionalidad de un cierto feminismo que corresponde a mujeres más bien de izquierda, más bien de su edad, más bien solas o abandonadas, en casi todas las cuales se lee un cierto rencor contra el macho y una cierta sensación de injusticia contra la vida.

Son las Glorias de este mundo, para identificarlas con la exitosa película que filmó Sebastián Lelio. La Presidenta puede exponerse a lo peor, pero este grupo estará siempre con ella.

Por cierto que hay también otros feminismos. El de la autora de Joven y alocada y de Yo te amo, Camila Gutiérrez, por ejemplo, es desenfadado y cero lacrimoso; no anda pidiéndole permiso a nadie para manifestarse, se toma los espacios que quiere y no tiene nada que ver con el de las Glorias. En realidad, sus personajes empiezan donde las Glorias terminaron.

Sin duda que estos desarrollos son estimulantes. Lo que no lo es tanto es que ni siquiera la mitad de las mujeres en Chile, no obstante ser tanto o más educadas que los hombres, estén incorporadas al mundo del trabajo. Somos un país donde las tasas de participación laboral de la mujer son africanas, tercermundistas, y hemos hecho poco por corregirlas. Este gobierno, por de pronto, nada. Llegado el momento de haber flexibilizado las relaciones laborales, de haber concebido programas realmente masivos y transversales de salas cuna, prefirió endurecer las relaciones laborales que ya existen, bloquear las que podrían existir y destinar el grueso de sus recursos adicionales de la reforma tributaria a otras cosas, no a las salas cuna, sin las cuales es más fácil que olmos terminen dando peras antes de que las mujeres del mundo popular puedan trabajar en condiciones de mínima formalidad.

Es verdad que las inercias y las barreras invisibles para la igualdad de género en Chile no solo están asociadas a las normas laborales y a las salas cuna. Pero también están asociadas a eso, y es un escándalo que al hablar de estos temas ni unas ni otras reciban la atención que merecen de quienes se dicen feministas.

Hablamos de igualdad de género, nos congratulamos de tener penas más severas para los femicidios, rasgamos vestiduras con la muñeca inflable y nos enorgullecemos de las masivas manifestaciones #Niunamenos. Perfecto. Pero pasan coladas, por decirlo así, otras manifestaciones de machismo rampante. Solo a vía de ejemplo, el reggaetón -con su épica narco y su colección de pechugonas transpiradas e insinuantes- se escucha bastante más que el Himno Nacional. Y habrá que reconocer que el mundo de la farándula, aunque declinante, sigue teniendo, con sus machitos de reality y sus Pindis de silicona, más convocatoria de la que merece.

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