Papá a la Deriva: control de calidad
Cuando en el segundo semestre del 2011, TVN puso al aire Aquí mando yo, lo que trataba de hacer era usar la comedia pura para revertir el tono adulto, a veces decididamente oscuro, que los culebrones locales tenían en ese momento. Era algo esperable: después del aura dark que las nocturnas habían impuesto, era necesario volver a cierta ligereza y trivialidad para reconquistar a un público que se estaba volviendo esquivo. La estrategia funcionó.
Esas telenovelas no eran malas, pero no tardaron en comenzar a repetirse hasta el hartazgo; formalmente, la mayoría eran una sucesión de sketches y cualquier hondura fue sacrificada por una banalización que volvía inverosímiles las tramas. Así, la idea de un espectáculo familiar era la excusa para montar shows infantiloides sin carne ni sangre como en Somos los Carmona o El amor lo manejo yo, por ejemplo. Escritos habitualmente de modo descuidado, muchas de esas telenovelas dependían del ángel de sus protagonistas -Zabaleta, Carolina Arregui, María Elena Swett- antes que de la narración que se ponía en pantalla. Por supuesto, esa clase de comedia básica terminó aburriendo. Pituca sin lucas la hizo saltar en pedazos al proponer que en el centro del drama podía existir una narrativa social que determinaba las conductas de sus personajes, proponiendo que el deseo podía convivir con lo real, transfigurando a sus protagonistas y haciéndolos existir en el presente.
Algo de eso queda en Papá a la deriva, pero no es suficiente para darle espesor al relato. Porque sí, Papá a la deriva es mejor que Matriarcas, pero eso no quiere decir mucho: las tribulaciones de un marino viudo que se enamora de la niñera de sus hijos son filmadas con un tono de sitcom que a ratos acierta, pero que sacrifica todo el potencial de su relato. Aquello está determinado por una levedad que invade todo, desde las relaciones entre los personajes (muchos de ellos construidos como una colección de clichés) hasta el espacio ficticio de un Valparaíso de postal. Así, fracasa al no leer con detalle las posibilidades dramáticas de sus propios personajes y paisajes. De este modo, es fácil reconocer los modelos del relato (entre ellos La novicia rebelde y la misma Pituca sin lucas); lo mismo que dispararle a Valenzuela como actor o cuestionar la verosimilitud del color local de los marinos, políticos y personajes que aparecen. Mal que mal, el mérito del relato está en su simpleza excesiva y en la ausencia de recovecos de una trama predecible hecha de intrigas leves que evaden todo suspenso o perversidad.
Por lo mismo, lo mejor de Papá a la deriva son ciertos detalles de la trama que están ahí para darle espesor y contexto, pero que remiten a un drama que la teleserie tiene miedo de asumir. Ahí, los más importantes son el hecho de que la casa de la protagonista (María Gracia Omegna) se haya quemado en el incendio que arrasó Valparaíso el año pasado y que el flirteo de los adolescentes se realice muchas veces en medio de los escombros, mientras participan de la reconstrucción en la punta de un cerro arrasado. Pero estos son sólo apuntes perdidos, que se estrellan con la postal dulcificada y falsa de un puerto que desde hace más de una década está debatiendo cómo enfrentar su presente, entre la catástrofe, la especulación inmobiliaria y una administración municipal ineficiente. Pero esa teleserie, que es real, feroz y urgente, no la vamos a ver. Vamos a ver Papá a la deriva, un culebrón tan divertido como olvidable. Y hay algo inquietante en eso, más allá del rating o de la trama: la pregunta de cómo las telenovelas locales han jibarizado sus ambiciones y tramas hasta cumplir con lo mínimo y cómo nosotros, los espectadores, hemos aceptado aquello sin ninguna clase de control de calidad, sin apenas decir nada.
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