Patos en la laguna
Al concluir su libro Todo lo que necesitas saber sobre el cine (Paidós, 2014) - que es una panorámica rigurosa y también fascinante de los temas que configuran, por así decirlo, el estado de situación del cine actual- su autor, el crítico argentino Leonardo D'Espósito cuenta que está conversando con la hija radicada en Nueva York de un compatriota suyo. Es una niñita chica que habla perfectamente castellano, pero que cuando conversa en inglés -cuenta D'Espósito- pareciera convertirse en personaje de alguna comedia gringa. El mismo tono de voz, los mismos énfasis, la misma gestualidad. El cine ha penetrado a tal nivel la conciencia que pareciera habernos capturado completamente en términos de conductas y expresiones. Puede también ser al revés, aunque cueste creerlo: todas las niñas gringas hablan como esa chica y lo que ha hecho Hollywood no es más reflejarlo. Podría ser. El huevo y la gallina.
Si el libro de D'Espósito trae a cuento esa experiencia, en cualquier caso, no es para reabrir el soporífero debate sobre los efectos sociales del cine. Sobre este particular críticos y sicólogos, moralistas y sociólogos, majaderearon muchísimo hasta los años 70 en posiciones irreductibles. Que sí, que el cine es una arma poderosísima, que es la gran matriz donde se está formateando la conducta de las nuevas generaciones. Que no, que sólo se limita a reflejar el mundo y que incluso el público normal y corriente desarrolla frente a las películas una capa de impermeabilidad parecida a la de los patos cuando nadan en una laguna. De allá se sujetaban los censores para vigilar la profundidad de los escotes y estupideces así. De acá sacaban argumentos la gente más serena para advertir que la influencia que pudieran ejercer las imágenes no era tan literal como los comisarios suponían.
Como hace ya mucho rato que el cine dejó de ser la gran ventana de conexión con el mundo que el común de las personas tenía a su alcance, y como actualmente el cine es parte, y parte mínima, del gran continuo de la información de las sociedades contemporáneas, la polémica relativa a este medio específico quedó a Dios gracias superada. Entraron a jugar muchas otras variables en la ecuación y medio mundo terminó por darse cuenta que habían temas de bastante más interés de los cuales ocuparse.
Si estas antiguallas todavía en alguna zona se sostienen es porque existe una dimensión (que por lo demás el viejo debate pasaba de largo) en la que la pretendida influencia del cine sigue siendo no sólo certera, sino también necesaria. El asunto tiene que ver con la percepción pero -más allá de eso- también con la capacidad de las películas de rasguñar un poco nuestras convicciones, de remecernos en alguna zona, de permearnos y ponernos en entredicho. Estamos llenos de películas que no son malas, que pueden estar bien hechas, que nos pueden entretener a lo mejor, pero que -entre pitos y flautas- nos importan un rábano. Y esta es una variable de la cual la crítica no puede abstraerse. No, al menos, a la hora de separar a las grandes películas del resto.
Precisamente porque no la ha tomado en serio es que seguimos diciendo, por ejemplo, que Tarantino sigue siendo un gran cineasta no obstante que todo lo que ha hecho después de Jackie Brown, desde las Kill Bill hasta Django encadenado pasado por Bastardos sin gloria, son composiciones a lo mejor inteligentes pero que pesan emocional, moral e intelectualmente lo mismo que un paquete de cabritas. No nos conciernen, no nos hieren, no nos emplazan. Nos dejan como el pato en la laguna.
Es harto pedir, quizás, que aparte de estar bien hechas, las grandes películas tengan que tener dientes. Pero en realidad es lo mínimo y es lo que falta. En Chile estamos llenos de novelas, de cintas y de manifestaciones artísticas en general que están desdentadas. No están mal, a veces. Pero vaya que les falta filo para estar realmente bien.
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