Pelotón, dinastía del honor: guerra de cartón piedra
Que la cultura de los reality shows haya terminado generando sus propios programas de autohomenaje es algo digno de atención. Si hace un año más o menos, Canal 13 puso en pantalla Reality.doc, aquello cobraba sentido a la hora de dilucidar pequeños enigmas que habían quedado en el aire en 1810, Protagonistas de la fama o Amor ciego. Ahí estaban las respuestas tardías a las viejas dudas del público sobre quién se acostó con quién, quién le dio pastillas a quién, quién se enamoró realmente de quién; en una suerte de revisionismo artificial hecho de revelaciones predecibles e inocuas. El gesto era entendible: usar el archivo para facturar un programa ligero y rápido y, por medio de esto, perpetuar la idea de que fue ahí, en el 13, donde el formato alcanzó su altura máxima en Chile.
Pelotón. Dinastía del honor, de TVN, usa la misma idea tomando como base las cinco temporadas de programa homónimo, que se exhibió entre el 2007 y 2010. Animado por Bárbara Rebolledo, hemos visto en los tres capítulos exhibidos el racconto cronológico de lo que pasó ahí. No hay mucho más que decir sobre este diseño. Lo que se exhibe, más allá de que en cada episodio alguno de los instructores haga que algún viejo participante se someta a algún deporte extremo (saltar en paracaídas o subirse a una patineta de agua), es la puesta en escena del imaginario del show, a estas alturas archiconocida. Se trata de una mitología espuria donde aparecen los relatos de personajes como Juan Pablo Alvarez (un chico de Graneros que se convirtió en el corazón del show) o Dominique Gallegos (que entró como menor de edad y a la que el canal exhibió haciendo topless), lo mismo que los instructores o la aparición de Felipe Camiroaga como parte del decorado. Todo eso, entre medio de explosiones, asaltos sorpresa, llamas venidas de cualquier lado, vehículos volcados, barro y más y más fuego. Condensado, todo en este programa recopilatorio luce de una intensidad tal que la puesta en escena (con drones y efectos especiales similares a los Alerta Máxima, de Chilevisión) solo subraya la sensación de aventura que se quiere presentar como recuerdo inventado.
Eso porque Pelotón siempre fue un show extraño quizás porque parecía estar a destiempo. Relato militarista, usaba conceptos como "honor" o "compañerismo" como consignas despojadas de cualquier sentido. No había ninguna sorpresa ahí porque eso es a lo que un género como el reality aspira: a la traición, el cambio de bando y el ajuste de cuentas artero. Ver un reality es contemplar cómo cualquier hoguera de la vanidad personal se transforma en un incendio colectivo hecho de neurosis, histeria, deseo, angustia y depresión. De hecho, que uno de los finalistas (Arancibia) confesase que arregló la final con otro participante (Hereveri) y que éste al final lo traicionó, saltándose el acuerdo (dividirse el premio) pero además ganando de modo trucho, no deja de explicar de cómo funciona el género.
En cualquier caso, llama la atención que TVN ponga Pelotón. Dinastía del honor al aire. Mal que mal, el canal siempre ha renegado de la cultura de la farándula, esa donde los reality shows y su chimuchina son uno de sus principales alimentos. Pero la necesidad tiene cara de hereje y Pelotón representa cierto momento de esplendor del canal, acaso un universo de referencias tan monstruosas como delirantes a las que volver como si se tratase de un paraíso perdido. Es televisión basura hecha en el momento exacto donde la televisión basura necesitaba convertirse en un espectáculo épico, donde las mentiras del corazón corrían al lado de las lenguas de fuego. Ahí la única patria a la que se podía apelar era la pantalla y la promesa de una fama mutante. Ver ahora todo aquello es triste porque hace del hambre una máscara de la candidez, algo que puede ser contado como una épica descerebrada, como una guerra de cartón piedra y papel maché. Es el efecto del presente, donde el pasado aspira a recordarse a la luz del vértigo falso de la memoria.
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