Pensiones: ¿Un derecho social de segunda categoría?




En incontables oportunidades se ha sostenido que el acceso y, por ende, el financiamiento de la  educación superior es un derecho social. Esto significa que el Estado garantiza, a todo evento, la satisfacción de una necesidad de un determinado grupo de personas, como, por ejemplo, asegurar educación gratuita -e idealmente de calidad- a los estudiantes de educación superior. Esta garantía supone que el financiamiento de estos derechos no depende de circunstancias específicas: se pagarían con fondos fiscales generales recaudados por el sistema tributario del país. Asignar una fuente de financiamiento específico a estos derechos, con cargo a los futuros ingresos de los estudiantes (créditos  o impuestos a graduados), es usualmente rechazado por los defensores del derecho social de la educación.

Con este antecedente, sorprende  que se tenga un concepto de derecho social totalmente distinto para las pensiones, pese a que quienes promueven esta reforma y la educacional agitan las mismas banderas. En la reciente propuesta del gobierno, una pensión digna no tiene el mismo nivel de derecho social que la educación superior. No hay garantías, salvo una pensión básica solidaria que ya existía y que no es el eje de la reforma.

Por el contrario, un punto central del proyecto es un fondo solidario al que aportan los empleadores para ser repartido entre los trabajadores más vulnerables. Si bien se establece que los aumentos de contribuciones son pagados por los primeros, en la medida que los salarios de la economía se reajusten e ingresen nuevos trabajadores, al menos parte del mayor costo para el empleador se traducirá en salarios menores, especialmente en empleos de baja calificación.

Uno de los varios problemas de esta propuesta es que no le exige solidaridad al 1% de personas con mayor ingreso en Chile. Fairfield y Jorrat (2016) estiman que este grupo recibe entre 15% y 26% del ingreso del país primordialmente en la forma de utilidades de empresas y ganancias de capital. Además, con los topes actuales en la cotización previsional, el grupo de asalariados con ingresos superiores a dos millones mensuales aportaría poco en relación a quienes ganan menos.

La solidaridad que el proyecto propone exime a los que naturalmente más pueden aportar y tiende a excluir a quienes más se beneficiarían con la redistribución, como los trabajadores informales. Por otra parte, el derecho social a una pensión digna no queda garantizado por el Estado, sino sujeto a los vaivenes de la economía de trabajadores con ingresos más bajos e inestables que los de aquellos grupos más acomodados que la reforma elige excluir.

Mucho  hemos escuchado sobre derechos sociales en estos años. Si sus defensores son coherentes, las pensiones deben garantizarse de verdad con impuestos generales que gravan realmente, aunque quizá no lo suficiente, a quienes más pueden aportar. Sería coherente y oportuno que ahora levanten sus voces para que las pensiones dignas no sean un derecho social de segunda categoría.

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