Pobre Gallo: Grato ambiente familiar
Nada dura para siempre. A pesar de que ahora mismo Pobre gallo revienta el rating y parece estar barriendo con la competencia, es evidente que la nueva teleserie de Mega muestra síntomas de agotamiento. No exagero. En apariencia, todo anda bien con el relato protagonizado por Paola Volpato, Ingrid Cruz y Alvaro Rudolphy. La historia del empresario millonario abandonado por su esposa, enfermo de síndrome vertiginoso, que huye a su pueblo de origen para sanarse y encontrar el amor, es veloz y eficaz. El mencionado trío protagónico funciona como una maquinaria aceitada hasta el más mínimo detalle, con Rudolphy interpretando a un héroe atolondrado, Ingrid Cruz como una alcaldesa sexy y Paola Volpato esgrimiendo su característica seriedad como una policía de pueblo.
Pero el éxito puede ser una cárcel, una trampa. Mal que mal, en sus culebrones, Mega parece que pilló un modo, construyó un sistema. Que, aparte del trío protagónico, gran parte de las parejas de Pobre Gallo (de Augusto Schuster/Mariana Di Girolamo a Gabriela Hernández/Fernando Farías) hayan sido puestas en los mismos lugares exactos que ocuparon en Pituca sin lucas es una apuesta segura pero tristemente predecible. Algo que no está mal, pero tampoco demasiado bien, pues la sombra de la repetición acecha ahí al punto de que, en cuanto al argumento, esta no es solo la tercera teleserie consecutiva del canal donde el protagonista es un hombre solo que queda al cuidado de sus hijos, sino también la tercera donde la problemática social del país es usada como decorado de fondo.
Aquello era algo que funcionaba bien antes. Si Pituca sin lucas abordaba el nuevo mapa social de Santiago para desplegar desde ahí una sátira de clases ligera y más bien clásica; en Papá a la deriva los ecos del incendio de Valparaíso del 2014 definían las motivaciones y las tensiones afectivas de la heroína. Con eso Mega usaba a la realidad como material pero evitaba banalizarla de modo extremo. Era algo que alimentaba a los personajes; podía verse como algo bastante ridículo (como Gonzalo Valenzuela como un marino viudo), pero tenía sentido en relación al deseo de Mega de presentarse como canal familiar.
Pero en Pobre gallo aquello no funciona. Si antes la lucha de clases era entre pobres versus ricos, acá es entre indígenas versus carabineros, entre otras cosas. Pero no hay siquiera humor negro. Pobre gallo no da para eso sino para algo bastante más escuálido, que no aprovecha a actores como Hernández, Farías o Godoy (todos mapuches en el programa) y los deja a merced de un guión hecho de tics y bromas de dudoso gusto, un humor ramplón hecho de prejuicios y lugares comunes.
Aquello hace pensar en el sentido de la televisión familiar que viene construyendo Mega hasta este momento. Así, lo mismo que sucede en The switch en relación a los géneros sexuales es lo que pasa en Pobre gallo en relación al tema indígena. El conflicto mapuche acá es convertido en una caricatura, despojado de sentido y usado para alimentar una trama que bien podría haber sucedido en cualquier parte. Es quizás la poética del canal, que apela a un populismo televisivo que quiere aprovecharse a como dé lugar del nuevo mapa simbólico del país sin detenerse a pensar en su sentido en el contexto del presente. Por lo mismo, hay que preguntarse qué realidad está construyendo Mega ahora mismo, algo que en este culebrón toma la forma una televisión alimentada por la fiebre del rating y la repetición de fórmulas probadas hasta el cansancio: una tele hecha de narraciones acicateadas por la necesidad de llegar al gag siguiente y amparada en una serie de lugares comunes que lucen inofensivos cuando en realidad representan un pensamiento reaccionario y vacuo, vendido como un grato ambiente familiar.
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