Princesa
Nunca me gustó la manera en que nuestra cultura asignaba, y en alguna medida sigue asignando todavía, los roles de juego a los niños y a las niñas. Mientras a ellos se les invita a ser intrépidos piratas, superhéroes o campeones de fútbol, a muchas de ellas se les sigue regalando el traje rosado de la princesita que se mira en el espejo mientras espera a su príncipe azul.
No se necesitan muchos estudios de sicología social para entender que tal distribución de papeles revela estructuras culturales machistas y termina reforzando estereotipos que dañan a unos y a otras. Y si ellos pueden crecer pensando que las niñas son menos activas, ellas tendrán que desarrollarse en constante lucha contra prejuicios condescendientes.
Ahora bien, ¿será posible rescatar la figura de la princesa? Depende.
Si cuando nuestra cultura habla de "princesa" está pensando, necesariamente, en mujeres altas, rubias y de tipo europeo, el término puede estar incubando el más ridículo de los racismos. Si tanto Disney como la empresa que produjo Barbie están aprendiendo a reconocer y valorar las muchas formas de la belleza, resulta intolerable seguir planteando que la valía de una mujer tiene algo que ver con una determinada forma física.
Si "princesa" va a seguir significando objeto pasivo del interés masculino, el término tendría que ser desterrado definitivamente. ¿Cuánto de la horrorosa y persistente violencia a que son sometidas diariamente las mujeres deriva, precisamente, de esa "cosificación"?
En la medida que "princesa" tenga connotaciones aristocráticas, el concepto también debe desecharse. El Chile que queremos debe ser plebeyo y republicano. Todas y todos tenemos la posibilidad, el derecho, a elegir nuestros caminos y a fijarnos el objetivo que queramos. Ser hija, o hijo, de rey o reina, no debe garantizar nada.
Existe, sin embargo, un tipo de princesa que sí vale la pena. Estoy pensando en aquella mujer que, contra toda adversidad, asume su responsabilidad con su comunidad. Estoy pensando en la mujer inteligente y valiente que rehúsa obedecer un orden injusto. La que puede encabezar una rebelión. La mujer que, libremente, renuncia a todo por los suyos. La que elige libremente a quien amar.
Muchos de nosotros, hombres, hemos tenido la suerte de conocer a estas princesas. Las auténticas. Nos desafían. Nos enseñan. Nos empujan a ser mejores. Y nos aman.
El cine se demoró mucho en reconocer a éstas, las verdaderas princesas. Durante demasiado tiempo nos acostumbró al modelo de la damisela en peligro que esperaba ser rescatada. En 1977, sin embargo, un filme memorable, el primero -cronológicamente- de la saga Star Wars, le presentó al mundo entero una verdadera princesa: Leia Organa.
Hoy, a pocos días de la muerte de Carrie Fisher, la actriz que interpretó con tanto talento a Leia, me animo a agradecer que la cultura popular nos haya regalado, hace 40 años, a una verdadera princesa. Una que nuestras hijas, y también nuestros hijos, pueden mirar con orgullo.
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