Rulfo a lo chespirito




Sobre un gran retablo de tonos amarillos descansan dos mexicanos arquetípicos, a lo Speedy González, vestidos de blanco y con enormes sombreros, que beben alcohol tirados en el desierto y cantan sufridas canciones folclóricas. Paso del Norte -basada en el cuento homónimo del libro El llano en llamas, de Juan Rulfo- cita los estereotipos populares asociados a lo "mexicano" grabados a fuego en la memoria colectiva, pero tan falsos como las escenografías de cartón de los sketches de Chespirito o las telenovelas de Televisa. En la misma línea de sus obras anteriores, como Comida alemana, Castigo o La señorita Julia, el director Cristian Plana explora los límites del realismo y lo deforma mediante una estética delirante y pesadillesca, que recuerda las películas de la etapa mexicana de Luis Buñuel.

Conociendo los "tics" del director, heredados de Alfredo Castro (Plana estudió dirección en el Teatro La Memoria), era predecible que esta escenografía de maqueta fuera intervenida por un drástico golpe de efecto y que del suelo emergiera, al menos, el cuerpo criogenizado de Rulfo acompañado de una Lucía Méndez con traje colonial y lentes de contacto amarillos. Algo así de estrambótico ocurre. La pared se divide y aparece una adiposa bailarina de caño desnuda dentro un tugurio con neones y piso de luces de colores, como sacados de Fiebre de sábado por la noche. Este tipo de recursos ya no sorprende y suena repetido. También, en un ejercicio de estilo y para respetar el espíritu de Rulfo, los actores hablan con un cerrado acento y usan términos coloquiales mexicanos desconocidos para el público. Después de la función, el espectador más atento puede encontrar fácilmente en Google que los "quelites" son plantas comestibles o que una "pilmama" es una niñera.

A través de un texto breve y largos silencios, el director consigue transmitir con ferocidad y humor el peso de las relaciones padre-hijo y la ineludible presencia de la muerte, temas retratados con lirismo y maestría por el autor de Pedro Páramo. A mediados del siglo XX, un hijo (Moisés Angulo) se despide de su padre (Rodrigo Pérez) antes de atravesar la frontera hacia Estados Unidos para librarse del hambre y la pobreza. El hijo aprovecha la oportunidad de reprocharle al progenitor el abandono, la soledad y no haberle otorgado educación y un oficio para ganarse la vida. Es el germen de la actual tragedia social asociada a la migración, el narcotráfico y la violencia que azota al México fronterizo.

El montaje se apoya en el sólido dominio escénico de Rodrigo Pérez, quien crea un intrigante y fantasmal ser que se desdobla y deambula entre los vivos y los muertos. El devastador dolor que transmiten los personajes de Rulfo resuena en la actualidad y trae a la memoria la actual situación de los inmigrantes latinoamericanos que llegan a Chile y sufren de prejuicios y discriminación.

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