Salir a matar




Andrés Calamaro habla, se pasea. Conversa para el público que asiste masivamente al Movistar Arena la noche del domingo. A veces cuenta un chiste, en otros momentos una historia. Habla de viejas leyendas de la música latinoamericana como Héctor Lavoe, o rememora a Miguel Abuelo, una figura clave en su propia bitácora.

Calamaro, a veces, como que conversa para si mismo.

Viste traje negro, los eternos lentes de sol, el cabello ensortijado. La gira se llama Con licencia para cantar y es un formato de trío acústico. Unos músicos extraordinarios le acompañan. El pianista Germán Wiedemer al piano, Antonio Miguel en contrabajo, Martín Bruhn en percusión. Es una delicia verlos tocar. Las notas fluyen elásticas. Prístina, la música se suspende en la sala. La voz del argentino serpentea entre melodías que a ratos huelen a Caribe, otras a jazz, a bolero, a tango. Andrés Calamaro es el desafinado con más onda en el mundo. A veces uno sospecha que si quisiera cantar más pulcro lo podría hacer, que esa garganta está muchos más entera de lo que pretende hacernos creer. Pero el tipo es así. Esto es una fantasía. 

Calamaro dice que este espectáculo se divide en tres actos. El último tercio lo dedica a sus grandes éxitos, esos que le permiten seguir cantando, apunta. Interpretará hacia el final Flaca, Tuyo siempre, ese tipo de clásicos que la gente corea espontánea. 

Stop. Rewind. La noche arranca con El Cantante de Rubén Blades y luego empalma con La Libertad, donde se luce con la armónica. Y aunque no tocará mucho durante la cita -algo de percusiones y vientos-, cada vez que aporta con algo, por sencillo que parezca, lo hace preciso, con gusto, sin aspavientos, excepto cuando se sentó al piano en un segmento de Para no olvidar recorriendo diestro el teclado y luego levantarse y mostrar las manos con una sonrisa de chico travieso, como diciendo miren mi gracia.

Algunos le gritan cosas con un acento más porteño que el de un bonaerense auténtico. Calamaro no pesca. Sigue infatigable. Despacha Bohemio, luego Algo contigo. A esta última la gente responde con vítores y silbidos. Calamaro reacciona bailando con movimientos ligeramente pendencieros, como marcando el territorio de esta sala convertida en un bar donde solo falta el humo y algo para la sed.

Curiosamente casi no hay celulares encendidos. Esta vez la gente ha decidido quedarse con la cita en si, no con esa captura de imagen borrosa y sonido reventado registrado por las minúsculas pantallas. La gente quiere disfrutar lo que este hombre hace, pasar del clásico universal El día que me quieras a Ansia en plaza Francia. "Ahora soy un torero retirado", entona en esta última, pero es el único momento de la noche en que es posible disentir del argentino. Calamaro aún sale al ruedo a matar con sus canciones para el deleite de una audiencia que ve en él un tipo de figura que se va desvaneciendo inexorablemente. Aquel que se ha empeñado en vivir lo que escribe y escribe para vivir en melodías y coros imborrables, con una autenticidad pocas veces vista.

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