Sangre de colegialas




En Racimo, su segunda novela, Diego Zúñiga vuelve a tratar el paisaje que en buena medida cubre las páginas de su celebrado libro anterior, Camanchaca: la inmensidad amenazante del desierto nortino y la urbanidad precaria de Iquique, una ciudad que en ningún caso es atractiva ni hermosa ni amable. Y, claro, tampoco debiera serlo, pues el eje central de la historia relatada en Racimo aborda los sucesos que, entre 1998 y 2001, tuvieron como consecuencia la muerte horrible de varias colegialas de Alto Hospicio.

<em>El protagonista de la novela es Torres Leiva, un fotógrafo santiaguino que trabaja en un diario iquiqueño. Sin embargo, el personaje comparte protagonismo con un narrador omnisciente que, muy astutamente, se inmiscuye en el relato para aportar uno que otro dato, relevante o no tanto, y luego desaparece casi por completo. Eso hasta que su voz -breve, concisa, intencionada- surge de nuevo". </em>

El recurso está administrado con sensatez y permite cierto grado de arbitrariedad: el narrador omnisciente sabe que no todo hay que contarlo y que, incluso, es útil para sus propósitos dejar algunas hebras sueltas, desperdigar pistas falsas o apelar a la intuición del lector. Todo lo anterior contribuye a crear un aura de suspenso y lobreguez fundamental para que la narración alcance impacto y profundidad.

Torres Leiva trabaja acompañando a García, un periodista del mismo diario que reportea todo tipo de noticias. Al regresar a Iquique de un quehacer profesional que involucraba a la estatua de una virgen que supuestamente lloraba sangre, ambos ven en la carretera a una niña que hace dedo. La pasan, se detienen, la muchacha avanza hacia ellos pero cae desplomada e inconsciente antes de llegar al auto. Tiene el "jumper del colegio lleno de tierra" y "entre sus piernas corre un hilo de sangre". Tras un largo tiempo internada en estado de coma, Ximena será quien dará algunas pistas para que los carabineros, casualmente, den con el llamado psicópata de Alto Hospicio.

Algunos tiempos de la novela están marcados por hechos reales que la mayoría de los lectores reconocerá con facilidad: la explosión de la fábrica de bombas de racimo ubicada en Alto Hospicio en 1986, hecho que sucede pocos años antes de que las familias que se tomaron los terrenos cercanos al desastre comenzaran la construcción de lo que llegaría a ser la comuna de Alto Hospicio; o la caída de las Torres Gemelas mientras Torres Silva intenta capturar una imagen de la virgen sangrante. Hitos como los recién mencionados calzan con provecho en el relato, es decir, no sólo están ahí para puntear lo que de otro modo sería una burda línea del tiempo.

Años después de haber quedado resuelto el horror de las colegialas de Alto Hospicio -la negligencia policial es un asunto relevante en la trama-, Torres Leiva, que ha vuelto a vivir a Santiago, se reencuentra con García en la capital. El periodista trae consigo una nueva arista, aún no investigada, que puede reportarles a ambos un buen dinero, y a él, fama. Y si bien la novela no está planteada en términos de thriller policial, el fotógrafo regresa junto a García a Iquique para poner fin a un trabajo no del todo acabado. Junto a ellos viaja una joven que tiene otra versión de un caso que se daba por cerrado.

Si Camanchaca, novela publicada en 2009, es una obra que se distingue por la precisión en el lenguaje y por una brevedad sumamente efectiva, Racimo va más allá: la escritura sigue siendo intachable, pero ahora Zúñiga deja en claro que puede ejercer el control sobre una historia de mayor complejidad sin sacrificar elementos que le resultan queridos, como la lobreguez, el suspenso o una ambigüedad intencionada.

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