Sara Gallardo: Eisejuaz y el llamado de Dios
En la pizzería Kentucky, en uno de los tantos Palermos porteños, Liliana Colanzi y yo conversamos con Federico Falco y Martín Felipe Castagnet acerca del lugar inestable de Sara Gallardo (1931-1988) en la literatura argentina. Quince años atrás, Ricardo Piglia incluyó su novela Eisejuaz (1971) entre los 24 libros de su colección de Clásicos Argentinos, publicada por Clarín; hay también una edición reciente en El cuenco de plata (2013); la han elogiado escritores como Leopoldo Brizuela y Martín Kohan; y sin embargo, para muchos en su país de origen, y para todos en el continente, Gallardo es una desconocida. En la conversación se dijo que la clase tuvo mucho que ver con su olvido; Gallardo era de la clase alta, y fue injustamente agrupada junto a otras escritoras de ese mundo -entre ellas Silvina Bullrich- que escribían novelas livianas y comerciales. De ahí está saliendo poco a poco, lector a lector.
Hay otras razones. Eisejuaz no es un libro fácil; el trabajo de condensación de Gallardo con la lengua, el extrañamiento que produce el habla poética y parca del narrador, Eisejuaz, un indio mataco que tiene sueños y oye voces que le anuncian que debe seguir un llamado de santidad, recuerdan, a su modo, a Mário de Andrade o Rulfo: "El rayo fue a caer en un árbol grande. Y el árbol: '¿Dónde iré a caer?' El miedo: 'Aquí, donde nadie nombra al señor'. El árbol cambió su pensamiento, cayó sobre la casa, hundió el techo". Este lenguaje que Gallardo, más que recrear, inventa, nos revela una cosmovisión sincrética: el Dios de Eisejuaz es cristiano, pero su animismo viene de esa cultura indígena que él representa y se halla en vías de desaparición.
Gallardo no solo escribe a contramano de su clase, sino también de lo que se lleva en ese momento; para situarla, no hay que buscarle pares contemporáneos sino retrotraerse a la mitad del siglo XX, la gran época de una narrativa transculturadora (desde Arguedas hasta Guimarães Rosa) que no busca decir el mundo indígena desde el costumbrismo y el regionalismo, sino a partir de las distorsiones que produce la exploración de una lengua y una mirada otra en su contacto con técnicas novelísticas modernas: "… allí tantos kilómetros saliendo del Pilcomayo a pies hicimos por la palabra del misionero. Allí mis dos hermanos. Allí yo, Eisejuaz, Éste también, el más fuerte de todos. Veo y digo: 'Aquí se descansamos, aquí paramos'. Los lugares no tenían nombre en aquel tiempo".
Eisejuaz, ¿es un psicótico y desvaría, o ha recibido un llamado de Dios? La discusión sobre la naturaleza de sus actos parte del magistral trabajo de Sara Gallardo con el punto de vista; como dice Martín Kohan en el prólogo, "Eisejuaz queda escindido, según se lo considere desde su propia perspectiva o desde una perspectiva exterior". Desde afuera, como lectores, podemos pensar que Eisejuaz está loco. Pero Gallardo elige un punto de vista interno: Eisejuaz, el narrador, no tiene dudas de lo que le está ocurriendo. Para él solo existe un llamado divino: si una lagartija le habla en el monte, él escucha. Eso no implica la ausencia de ambigüedad, sobre todo porque en la novela Dios es ausencia y silencio: cuando Eisejuaz ve al baldado Paqui tirado en el barro, le pregunta a Dios si debe ayudarlo ("Si es éste, hacémelo saber"); Dios no contesta, y sin embargo Eisejuaz decide ayudar a Paqui y cargar con él durante varios años.
Queda, claro, la posibilidad de que Eisejuaz esté siguiendo un llamado y sea loco. La novela admite varias interpretaciones, y en ello reside su grandeza.
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