Sexual democracia




El manual de sexualidad adolescente, elaborado por la Municipalidad de Santiago, ha generado una polémica que revela bien la naturaleza de nuestras discusiones. Es llamativo, por ejemplo, la energía con la que algunos sectores han defendido el texto, a pesar de sus evidentes dificultades. Incluso mentes habitualmente lúcidas y críticas han hecho todo lo posible por convencernos de que constituye un aporte de primer nivel. ¿Cómo explicar este fenómeno?

Naturalmente, el debate debe comprenderse a la luz de la relación que las sociedades modernas han tejido con la sexualidad. Al interior de la narración progresista que nos gobierna, el hombre está llamado a lograr su plena autonomía y eso, desde luego, incluye la dimensión sexual. En términos simples, debemos romper todas las cadenas impuestas por la tradición. Todo aquello que nos emancipe de las ataduras tradicionales es asumido como bueno y deseable; y el sexo ha estado siempre plagado de ellas. El manual se inscribe a la perfección en este relato: nos libera en la medida en que desacraliza lo sexual, al tratarlo como quien habla de mecánica o de productos cosméticos. En esta lógica, el manual estaría en el lado correcto de la historia.

No obstante, cabe poner en duda que este relato progresista sea tan lineal como parece, y una apreciación ecuánime debería tomar en cuenta las pérdidas implicadas en el trayecto. Por de pronto, es pertinente preguntarse si este enfoque efectivamente educa; esto es, si de verdad hace posible el crecimiento personal del educando. Para decirlo derechamente, desacralizar completamente nuestra sexualidad implica degradarla, haciéndole perder su atractivo. No hay sexualidad auténticamente humana sin misterio; y por eso es inseparable del pudor, noción  proscrita por la novlang. A fin de cuentas, la posición que subyace en el manual es simétrica de aquella que sólo busca reprimir el deseo, en la medida en que no busca comprenderlo.

En rigor, reducir la sexualidad humana a la fisiología importa un estrechamiento de la perspectiva, pues el erotismo nunca funciona en ese nivel -salvo en los animales, en la pornografía y en cierto tipo de publicidad-. Y aunque es evidente que necesitamos una educación sexual, ésta no puede ser escindida de las otras dimensiones de la persona. La educación sexual nunca es puramente sexual y, en esta materia, cualquier búsqueda de neutralidad está condenada al fracaso.

Hace ya muchos años Allan Bloom detectó, en su extraordinario libro Amor y amistad, cómo el discurso contemporáneo sobre la sexualidad tiende a eliminar el eros de nuestro horizonte, imposibilitando así el encuentro con el otro. Lo que ha desaparecido, decía Bloom, "es el riesgo y la esperanza de un contacto humano encarnado en el eros" (como puede verse en cualquier novela contemporánea). La paradoja es que, al buscar liberar la  sexualidad de sus molestos límites tradicionales, la modernidad nos ha despojado de las herramientas indispensables para comprender la naturaleza de nuestro deseo. Cualquier proyecto de educación sexual debería partir por tomarse en serio este diagnóstico, asumiendo las dificultades implícitas en él.

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