Solís y Montaner: Los profetas
El 2005, la última vez que estuvo en Viña y animó de modo desastroso, Ricardo Montaner se trajo al pastor de su iglesia desde Estados Unidos. La última vez que cantó en el mismo escenario, el 2011, Marco Antonio Solís se presentó con un micrófono cuyo trípode tenía una cruz forrada con diamantes falsos. Por lo mismo, que Marco Solís y Montaner abran el Festival de este año no deja de ser simbólico. Hay algo monumental en ellos, ambos estrellas de cierta edad que llegan a la Quinta consagrados pero también conscientes de que aquello se debe a que han construido unos personajes singulares: el de unos místicos capaces de convertir el escenario en un templo de algo que no sabemos muy bien qué es. Sobrevivientes espirituales de un new age improvisado hay en ellos algo mesiánico que, antes que pertenecer al territorio de la fe, corresponde a esa religión en crisis que es la industria del espectáculo. Basta verlos en pantalla. Solís, por ejemplo, canta canciones de amor poseído por el fuego de una revelación que solo puede encarnarse en su voz. Todo en él tiene la perfección de una liturgia: las pausas y las miradas perdidas, la sencillez de las letras que ganan profundidad apoyadas por una orquesta que funciona como un reloj, las menciones a Dios en una verborrea confusa que apenas se entiende, el llevarse la mano la boca y hacer ese gesto suyo que es un beso mezclado con una persignación. Profeta pop, Solís promete un show donde será un médium de un poder más amplio, el pastor de una religión donde el deseo es un camino al éxtasis. Pero si Solís es un profeta, Montaner es Paulo Coelho. Lo suyo es más burdo, más Miami, pero también más eficaz pues posee la poesía del melodrama, el de una música fabricada con vaivenes del culebrón. Montaner, a diferencia del mexicano, no se recluye sino que actúa y cuenta historias, tiene algo humor y alarga los shows hasta donde le plazca. Lleno de ambiciones literarias, se debe a su público, vibra con él y se resiste a abandonarlo mientras pueda porque sabe que comparten un mismo corazón. Esa es su falacia, ése es su sueño. De hecho conoce bien el escenario. Estuvo demasiadas veces y arrasó. La última vez animó. No le fue muy bien. Nadie entendió qué hacía ahí. Reemplazaba a Vodanovic. La verborrea y las palabras de buena crianza no le funcionaron. El monstruo lo hizo trizas. Ahora viene recargado. Ha entendido que en el show de esta noche hay una suerte de desagravio, que ahí radica el drama que le va a dar sentido a su presentación. Por la tele, en vivo, lo veremos resucitar, flotando quizás en un mar de antorchas y gaviotas. Será su reencuentro con el mismo público que lo dejó colgado en el aire, que hizo trizas su frágil corazón de poeta. No es raro que suceda. La Quinta es un lugar propicio para rituales y sacrificios. Es lo que ha conseguido tras tantos años; volverse un templo profano hecho de una colección de milagros banales. Montaner y Solís son algunos de ellos. Artistas capaces de componer un culto sobre sí mismos sin pudor, que abran la noche inaugural es un guiño a ese pasado delirante que es lo mejor del Festival. Ahí está la posibilidad de que el evento se convierta una misa extraña y profana, una ceremonia que recuerda los excesos del culto a la personalidad que alguna vez animó a la industria del espectáculo, a eso que quiso venderse como una revelación, aquel misterio hecho con canciones de amor, crucifijos de bling-bling y miradas a un cielo falso hecho con las luces del decorado.
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