Tarde




En muchos sentidos, los resultados del domingo 19 de noviembre continúan siendo un enigma para nuestra clase dirigente. Abundan, desde luego, las teorías sociológicas más o menos sofisticadas sobre modernización, capitalismo, desarrollo y malestar, pero en rigor nadie posee el secreto de un país que se resiste a ser leído. Los políticos, presos en su perplejidad, se han dedicado a tirar barro y conceder cuestiones de fondo con la (vana) esperanza de ganar votos. Resulta difícil explicar de otro modo que Sebastián Piñera haya cedido tan fácilmente el principio de la gratuidad, sin siquiera percibir la dimensión de la derrota involucrada (y por eso es tan meritorio el gesto de los dos Kast, que han estado dispuestos a defender un concepto). Puede decirse lo mismo de Alejandro Guillier, y su ambigüedad respecto de la Constitución, los impuestos, el CAE y casi todo lo que sale de su boca.

El error común a todas estas actitudes -intelectuales y políticas- es que siguen leyendo al país en términos rígidos y heredados del plebiscito de 1988. Hay allí un grave error de diagnóstico, que pasa por alto un hecho fundamental: la principal lección del 19N no fue doctrinaria ni ideológica, sino que guarda relación con un vacío de legitimidad. Si se quiere, estamos frente al fenómeno Sharp ampliado a nivel nacional. El triunfo de Sharp en la municipal se explica por las decisiones de los dos bloques tradicionales que -confiados en la fuerza de la inercia- llevaron candidatos impresentables, que la ciudadanía rechazó con fuerza. Esa confianza de ciertas elites, que parecen pensar que el país les pertenece por derecho propio, es probablemente lo que tiene hastiada a la población. Y ese hastío es previo a cualquier discusión doctrinaria: antes que malestar con el modelo, hay malestar con la clase política tradicional: Valparaíso no es una fortaleza chavista. Después, vendrá la ineludible discusión ideológica, que está más abierta que nunca, pero solo tendrá lugar una vez ocurrido el recambio. Por lo mismo, es un error leer el voto de Beatriz Sánchez como si fuera integralmente ideológico: hay también una dimensión de protesta, de conexión generacional y de cansancio con lógicas gastadas.

¿Cómo superar esta brecha que por momentos amenaza con quebrar nuestra vida política? El desafío no es nada de fácil, y son escasos los políticos de primera línea que comprenden la naturaleza del problema, en parte por cuestiones biográficas, y en parte porque a nadie le gusta dejar el poder. La dificultad se agudiza porque los dos candidatos que se enfrentarán en segunda vuelta, por más que les pese, pertenecen más al pasado que al futuro: Piñera es un nostálgico de la transición, y Guillier encarna una clase media que dejó de existir. ¿Cómo se gobierna un país sin conocerlo ni comprenderlo? ¿Cómo se maneja una sociedad inquieta e irritada con categorías que han perdido su sentido y significado? ¿Estaremos condenados a esperar cuatro años más para que se produzca el indispensable ajuste? ¿Estaremos condenados a llegar siempre tarde?

Comenta

Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.