Un detective sin gracia ni agudeza




Ya en las primeras 18 páginas de este libro, que tiene un total de 336, se pueden percibir las que serán sus principales falencias. El asunto parte con la decapitación de Joseph Pembroke, un profesor estadounidense de paso por Valparaíso. La viuda del occiso viaja al puerto y contrata los servicios del investigador privado Cayetano Brulé. Cuando éste duda en tomar o no el caso, la mujer esgrime un cliché archimanoseado: "Todos tenemos un precio, señor Brulé. Basta con que me diga el suyo". Luego viene la exageración arbitraria e inverosímil, que da muestras de un candor muy impropio del género detectivesco: para el narrador, la muerte de Pembroke es el hecho de sangre "más macabro de la historia de la ciudad". Finalmente, un toque de humor: Brulé estima que el crimen es "más enredado que pelea de culebras".

Es notorio lo poco o nada que arriesga Roberto Ampuero en esta, la más reciente saga de su opaco detective cubano avecindado en Chile. La fórmula preestablecida es tan fácil de dilucidar que hasta da un poco de vergüenza tener que referirse a ella: Brulé viajará por el mundo en búsqueda de pistas (New Orleans, Ciudad de México, Galway, Pyongyang, Cádiz), y desde todos aquellos lugares entregará al lector impresiones de color local que perfectamente podrían figurar en cualquier guía turística mediocre y, en ocasiones, derechamente mala: la catedral de México es antes que nada barroca, no gótica, como nos informa el narrador omnisciente. Brulé será también acosado por sicarios desconocidos, Brulé comerá y beberá en exceso, quejándose, de tanto en tanto, del tamaño de su panza, la cual no le impedirá seducir a mujeres bastante más jóvenes que él, ya que, en la mente de su creador, Brulé es un verdadero astro. Así las cosas, ¿quién podría dudarlo? El gran Brulé, obviamente, resolverá este caso.

Resulta descorazonador comprobar que las novelas de detectives, otrora un género oscuro y recio, hayan decaído tanto últimamente. Ampuero, en este sentido, se suma a una tendencia internacional, en la que prima el retorcimiento de la trama por sobre la profundidad psicológica de los personajes o el horror de las circunstancias. El resultado de todo esto es que al lector no sólo se le priva de placeres, sino que también se le trata como a un tarado: "Necesitaba planear sus próximos pasos, porque un detective privado es como un cantante en escena: jamás debe improvisar ni olvidarse de aclarar la garganta entre canción y canción".

Joseph Pembroke, el académico gringo decapitado en Valparaíso, se pasó la vida tratando de probar en círculos académicos una teoría arrojada: los mayas navegaron hasta Europa antes de que Colón "descubriese" América. La madeja a desenredar es supuestamente compleja, pues claro, hay que llenar 336 páginas con una intriga trascendental. El juego, facilón y aburrido, recuerda a las pésimas novelas del español Arturo Pérez-Reverte, quien, al menos, no utiliza el recurso de un detective privado sin gracia ni perspicacia algunas para sumirnos en sus monumentales imposturas seudohistóricas.

Bahía de los misterios tiene además un componente ideológico, y esto, paradójicamente, viene a ser lo único alejado de la farsa en todo el libro. En un momento dado, cierto mafioso de un cerro de Valparaíso, un tipo inusualmente ilustrado, sostiene que Chile "es el último país con mentalidad estatista que queda en el planeta, mi amigo, junto con Portugal, Grecia y Rusia". Varios capítulos más adelante, el propio Ampuero se burla de sí mismo cuando el dueño de un restorán chileno ubicado en Ciudad de México lo reconoce y le explica a Brulé, siempre ignorante, que se trata de un "embajador con aspiraciones literarias" y que "cualquier día se apituta como ministro". El chiste, sin embargo, no da para esbozar una sonrisa: aún restan más de 100 páginas para llegar a un desenlace sumamente predecible.

Comenta

Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.