Un espejo sucio
Hay historias con las que cargaremos hasta el fin de nuestras vidas. Se metieron debajo de nuestra piel sin que advirtiéramos del todo la fuerza que anidaba en ellas. Para los que nos apasionamos con el fútbol, muchas de esas historias tienen su origen en una cancha y giran alrededor de la pelota. Hay historias lindas, emotivas, que incluso recordándolas vuelven a estremecernos. Por ejemplo, el gol de cabeza de Marcelo Salas a los italianos en la Copa del Mundo de Francia 98. Otras nos siguen doliendo, por lo que en su momento significaron. ¿Se acuerdan de la selección que fue al Mundial de España? Creíamos en Luis Santibáñez y en sus jugadores como los católicos pudieron creer en Jesús y los doce apóstoles. Pensamos que la derrota ante Austria en el debut había sido un paso en falso, pero cuando al Gato Osbén -el súper arquero chileno- los alemanes le hicieron cuatro supimos que habíamos vivido engañados. Otro momento futbolero que no tengo dudas seguiremos recordando por mucho que el tiempo pase es el palo de Pinilla; ese remate que pudo cambiar la suerte de Chile en la última copa del mundo. Probablemente, con los años, la frustración habrá de atenuarse, pero seguirá latiendo, ahí, agazapada.
Con todo, hay una historia a la que difícilmente podríamos adosar algún adjetivo, porque hasta ahora no la entendemos del todo. Ocurrió el 3 de septiembre de 1989, en el estadio Maracaná, y significó no sólo la sanción a perpetuidad de Roberto Rojas, el arquero de esa selección, sino también la suspensión de Chile para participar en las eliminatorias de la Copa del Mundo de 1994. Sobra decirlo, quizá, pero también ha sido uno de los hechos más vergonzosos de los que se tenga memoria en la historia del fútbol profesional.
Escribo esto porque el jueves pasado fui a ver una obra de teatro que vuelve sobre el tema -El último vuelo del cóndor, dirigida por Andrés Céspedes, en Matucana 100-. En escena, los personajes de Roberto Rojas y del utilero Nelson Maldonado dialogan en uno de los camarines del Maracaná poco antes de que se inicie el encuentro que debía definir la clasificación de uno de los dos equipos a la Copa del Mundo de Italia 1990. En la obra, ese momento permite reflexionar sobre la memoria, sobre quiénes somos y sobre cómo nos comportamos ante situaciones adversas como la que vivió todo ese grupo humano en esa particular coyuntura de la eliminatoria mundialista.
Sigo sin entender demasiado bien qué fue exactamente lo que ocurrió. La confesión de Rojas echó luz sobre una parte de la historia, pero sin duda hubo otros elementos que gatillaron el hecho y que quizá ni el propio Rojas alcanza a dimensionar en su explicación. Yo me pregunto, ¿por qué Rojas y todos los otros que participaron del engaño tenían la convicción de que había que ganar al costo que fuera esa llave eliminatoria?, ¿por qué los hinchas y buena parte de la prensa no dieron crédito a la versión de los otros, los que postularon desde el inicio que aquello había sido una farsa?, ¿más allá de la confesión de Rojas, existe todavía un pacto de silencio para no transparentar toda la verdad?
En la obra dirigida por Céspedes, hay cruces entre lo que ese episodio significó y los estertores de la dictadura. No es, en absoluto, una lectura antojadiza. Hay momentos en los que me parece irrefutable el hecho de que ese episodio, del que hoy todos renegamos, obre como espejo de la sociedad que en su momento fuimos. Y si me apuran un poco, podría decir como espejo de la sociedad que todavía somos, por mucho que nos pese.
Comenta
Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.