Un jardín conceptual en Kioto
El sexto día de mi visita al Japón, fui al templo Ryoanji en Kioto porque me dijeron que allí tenían el legendario Jardín de las Rocas. Una vez en el templo, la caminata rumbo al Jardín, bordeando una laguna profusa en nenúfares, me hizo pensar en algo deslumbrante. Para ingresar al Jardín me saqué los zapatos. Me encontré con lo que podría ser la antítesis de Versalles: un rectángulo modesto (diez por treinta metros), de arena blanca y quince rocas estratégicamente situadas. Un jardín, digamos, conceptual, un espacio para meditar y, si uno quiere, imaginar jardines inmensos, de senderos que se bifurcan en el tiempo y el espacio. Un jardín zen.
El karesansui (así se llama este tipo de jardines) me sorprendió como tantas otras cosas en Japón, un país que muchos imaginan a partir de la visión futurista del Los Angeles de Blade Runner (Ridley Scott reconoció haber diseñado su metrópolis a partir de una visita a Tokio), pero que en realidad es retrofuturista, con un pie en el futuro y con otro en la antigüedad, un poco como en las películas de Hayao Miyazaki. La moda es definitivamente retro, con adolescentes que deambulan por el barrio de Harajuku vestidas con uniformes escolares a la usanza victoriana (vestidos largos llenos de volados, cintura encorsetada, enaguas, maquillaje que las hace aparecer como muñecas de porcelana, medias largas hasta debajo de las rodillas). Le llaman Lolita fashion, una muestra de la ley de las consecuencias imprevistas, porque conjura una imagen de la mujer como una niña sexualizada, por más que se diga que, más bien, el estilo nació en los años 80 como una respuesta desexualizadora a una cultura que pedía mostrar más piel.
También encontré el viejo Japón en el barrio elegante de Gion en Kioto, uno de los enclaves donde todavía se puede ver en acción la cultura de las geishas; el fin de semana caminaban por sus calles geishas verdaderas -chicas entrenadas para entretener a los clientes en restaurantes exclusivos-, cada vez más escasas porque sus servicios son caros (un par de horas puede llegar a 400 dólares). Junto a ellas se mezclaban chicas y chicos elegantes que salían a sacarse fotos con sus kimonos. Todo tenía un aspecto teatral, performativo, y juntaba de una forma extraña, como con las Lolitas, el pasado con el presente, la inocencia con el conocimiento (las geishas hoy forman parte del negocio de la hospitalidad en hoteles y restaurantes, pero hasta la segunda guerra mundial había geishas prostitutas y también cortesanas, amantes de hombres de la elite).
En el barrio de Akihabara en Tokio visité Mandarake, una tienda de ocho pisos especializada en la subcultura otaku (fanáticos coleccionistas, sobre todo de juguetes que tengan que ver con el mundo del manga y el animé). Quise llevarme un recuerdo, comprar un robot vintage de los años 50, y no pude, porque creí que costaba 30 dólares -no podía ser más- y su precio era en verdad de 300 dólares. Había pisos enteros dedicados a viejos modelos de Godzillas, Transformers y Gundams, todos catalogados al detalle; pensé que los juguetes de mis hijos, que una vez que dejaban de usarse eran fácilmente desechados, podían encontrar una nueva vida aquí, en las manos de un obsesivo coleccionista.
Entre el karesansui, la Lolita fashion, las geishas y la subcultura otaku, entre el minimalismo zen y la histeria kitsch de los geeks, me fui del Japón con la sensación de que se trata de una cultura que se enfrenta sin cesar al futuro pero que no está dispuesta a perder nada del pasado, que hace grandes esfuerzos por preservarlo, apropiarse de él, reciclarlo. Como casi todas las culturas, pero con una intensidad incomparable.
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