Una glosa para Arturo Alessandri. El porvenir.
Existe una «promesa democrática» en el discurso póstumo con que Arturo Alessandri Palma saluda la proclamación de su candidatura ante la Convención Liberal el año 1920. El final de su «improvisada» intervención tiene un cierre estruendoso que abunda en destellos de esperanza. Cito, "Yo quiero antes de terminar haceros una declaración: [yo] no soy una amenaza para nadie. Mi lema es otro: yo quiero ser amenaza para los espíritus reaccionarios, para los que resisten toda reforma justa y necesaria: esos son los propagandistas del desconcierto y del trastorno. Yo quiero ser amenaza para los que se alzan contra los principios de justicia y de derecho; quiero ser amenaza para todos aquellos que permanecen ciegos, sordos y mudos ante las evoluciones del momento histórico presente, sin apreciar las exigencias actuales para la grandeza de este país…" (El destacado es un énfasis mío). Este discurso pronunciado el 25 de abril, retrata fielmente el optimismo moderno, revela las ambiciones de su primer gobierno, y la ruptura con la «oligarquía hacendal» –la «canalla dorada»-. Fortunato Alessandri, el personaje histórico, el caudillo atípico que supo interpretar el Chile de huachos, quien iluminado por una teoría de la esperanza y apoyado en un programa de cambios y partidos fue capaz de cincelar un «futuro posible».
Los funestos lastres del Chile oligárquico forzaban un viraje que debía propiciar la restitución de un «orden ético» –tan extraviado en estos días de «dura resaca»-. Un lenguaje de la reforma vino a desacralizar los vestigios del Ancien régime y cedió terreno a una nueva legislatura social. En aquellos días, aparentemente más nítidos o menos intricados que los nuestros, quedaba de manifiesto la reivindicación de los derechos seculares bajo el horizonte de la Francia secular. Bajo este proceso identificamos el espíritu de la democracia republicana que se extiende de 1938 hasta 1970, a saber, una democracia de instituciones y de partidos. Como bien sabemos el programa consistió en separar Estado de Iglesia inaugurando un campo de reformas que incluía el reconocimiento de los derechos de la mujer, el incremento de las remuneraciones, la construcción de habitaciones obreras, la ley de instrucción primaria obligatoria, el impuesto a la renta, el código del trabajo, la fundación del Banco Central y que inclusive nos permiten sugerir una «tibia similitud» con la actual coyuntura social (años 2006 y 2011). Dicho sea de paso, y a modo de inciso, al inicio del segundo periodo de Michelle Bachelet había un «lenguaje de la reforma» que se movía parcialmente en esta dirección.
Tras el actual nuevo ciclo político de 2006 y 2011 (demandas de género, valóricas, de convivencia, ecológicas, identitarias, estudiantiles, etc) todo nos hacía presumir, sin advertir la voracidad de lo que vendría después, que la sociedad chilena experimentaba otra extensión de derechos, esta vez de «cuarta generación», o «posmateriales». Con todo, el laicismo –lejos de la actual moda «libertaria» y el reverberar «trosko» de la protesta social- tiene su fuente de inspiración en el reconocimiento de los nuevos territorios del ciudadano moderno, en la maduración de una ciudadanía que apela a la diversidad moral. Sin perjuicio de esto último, sería una torpeza postular que el «programa de reformas» implicaba la derogación de las instituciones católicas y su aporte fundacional a la educación chilena. Es más, el edifico secular que se introduce desde 1920 tiene expresiones doctrinarias en la clase política -sea el partido liberal, conservador o la emergente Falange- por cuanto funda elencos doctrinarios que se deben a una fricción con las imposiciones eclesiásticas.
El proceso anti-oligárquico empieza a remover las piezas jurídicas que perpetuaban los «estrechos moldes» denunciados en el primer Gobierno de Arturo Alessandri (1920-1925). Esa «promesa democrática» tan propia de los «tribunos de la reforma», de aquella oratoria cargada de baños de masa, estableció el trazado que la sociedad chilena asumió posteriormente, al precio de disentir en los énfasis partidarios, ideológicos y culturales entre las coaliciones de turno. Qué duda cabe, los lastres de la cuestión social pavimentaron el camino a un programa de reformas que también ilumina nuestro presente político si concebimos la actual coyuntura política como una extensión de la protesta social –so pena de la borrachera ideológica de la Nueva Mayoría. Por fin, no se trata de establecer una secuencia arbitraria entre dos épocas inconmensurables, o bien, vulgarizar el primer Alessandrismo tras el actual «pastiche republicano». La consolidación del sistema de partidos políticos fue sedimentada con aquel proceso que se inicia en los años 20' y la «gramática reformista» que allí tuvo lugar se consolidó en 1938. De un lado, hoy se abre un intervalo de extensión de derechos y una agudización de la protesta social, de otro, persiste la totémica «teoría de la gobernabilidad» y todo un arsenal de indicadores típicos de la modernización. Ese impase entre las «voces rebeldes» y la ausencia de seducción discursiva de una elite política, por momentos autista, complejiza enormemente los pactos instrumentales y los acuerdos programáticos. Actualmente, el poder político en Chile se dedica a destruir todo futuro posible –toda teoría de la esperanza cae en desgracia- y por esa vía se busca evitar que la clase política pueda ser desalojada por ese mismo «futuro». Sin embargo, ahora múltiples actores políticos impostan el «futuro» pero no quieren combatir las metástasis que la contigüidad del poder regenera. Todo nos lleva a concluir que en el próximo gobierno tendremos la paradoja de un «populismo institucional». De un lado, ya no hay espacio para metáforas fatuas (retroexcavadora) y la épica de la Nueva Mayoría no ofrece garantías, de otro, no existe chance para restituir la canónica «democracia de los acuerdos». Tampoco es posible contener institucionalmente los excesos y desgarbos de la modernización y la derecha se ha desplomado con un candidato que, más allá del eficientismo, nunca resolverá la separación entre política y negocios, pese a su reconocida ventaja electoral. El actual «decadentismo» nos ha llevado a un tiempo de travestimos y narrativas extraviadas. Nuestro paisaje político dista de contar con un liderazgo que pueda reponer cuotas de mesura en este atribulado «espíritu de época». Lamentablemente, el porvenir ha sido domesticado por «certezas feudales», por axiomas estructurales y empíricos que recaen en la inexpugnable teoría de la «modernización». Por ello, la protesta social es para nuestra elite una cuestión casi atmosférica –de méritos acotados y efectos residuales- que, en ningún caso, puede alterar la matriz productiva. Con todo, en medio de dogmas y no pocas turbulencias, vale la pena recordar el «lugar» de la promesa reformista en la figura de Arturo Alessandri.
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