Una grieta en la pared




El escritor Julio Cortázar -quien de seguir vivo cumpliría este 2014 cien años- tenía una forma de entender lo fantástico en sus cuentos que explicaba muy bien con el ejemplo de una grieta en la pared. Decía Cortázar que en medio de la cotidianidad en la que vivían sus personajes, matizada por quehaceres y rutinas, aparecía una pequeña fisura en la pared; una pequeña fisura por la que el universo fantástico -que bullía del otro lado del muro, secreto y autónomo- filtraba parte de su mundo. Esa idea, que más bien era un sentimiento, venía dada por la forma en que el propio Cortázar aprendió la realidad desde niño: "Yo vi siempre el mundo de una manera distinta, sentí siempre que entre dos cosas que parecen perfectamente delimitadas y separadas, hay intersticios por los cuales, para mí al menos, pasaba, se colaba, un elemento que no podía explicarse con leyes, que no podía explicarse con lógica, que no podía explicarse con la inteligencia razonante".

Ayer, cuando vi la jugada que hizo Roger Federer -en el partido de dobles junto al francés Nicolas Mahut, en el Abierto de Brisbane, Australia- recordé el ejemplo de Cortázar. Y ahora cuando la vuelvo a ver, me parece que ese smash que realiza -cambiando la violencia habitual del golpe por un efecto que provoca que la pelota se devuelva sobre su campo una vez que toca el suelo- es un recurso que se ha colado de ese otro universo que corre paralelo a la realidad, el de lo fantástico. El asombro del público, de los rivales y del propio Mahut, quien golpea la mano de Federer en señal de admiración, dan cuenta de eso.

No es la primera vez que un elemento fantástico logra saltar a este lado de la existencia humana. La rutina que hizo la mítica gimnasta rumana Nadia Comaneci en las barras paralelas asimétricas, durante los Juegos Olímpicos de Montreal, en 1976, de seguro provino de ahí -fue la primera vez que una rutina gimnástica fue evaluada con una nota perfecta, 10.00-. El público se puso de pie y ella, como si fuera una actriz, debió salir a recibir la ovación del respetable en dos ocasiones.

El fútbol es pródigo en este tipo de episodios. Basta enumerar algunos goles históricos para advertir que en esos casos opera una lógica diferente que deforma la realidad: el gol de Carlos Alberto, en la final de México 70, contra Italia, tras un pase a ciegas de Pelé; o cualquiera de las dos anotaciones de Maradona a los ingleses en México 86, incluso el de la "Mano de Dios" (cómo el juez no se dio cuenta; cómo en primera instancia muchos creímos que era un gol sin vicio alguno).

En verdad, no hay que ir muy lejos para buscar otros ejemplos. Personalmente, siempre recuerdo un tanto que hizo en los 70, vistiendo los colores de Everton, Pedro Gallina. Si lo tengo tan vivo en la memoria es porque fue parte de la cortina de presentación del Show de Goles de aquellos años: un compañero levantaba un centro desde la derecha, Gallina se abría de piernas en el aire y metía un tacazo impresionante. Gol. Fantástico.

Ni hablar del gol iluminado de Elías Figueroa, que significó el primer título de su historia para Internacional de Porto Alegre. Fue en 1975, con un cielo cubierto de nubes. Ya en pleno segundo tiempo, con el peso de un empate que le privaba del título, don Elías -entonces, casi un muchacho- saltó en el corazón del área, a la vez que un rayo de sol lograba cruzar el entramado de nubes y cubría de luz al zaguero chileno: frentazo certero, pelota en la red, campeonato para Inter.

Hay otros momentos, claro. Muchos. Menciono uno más: el gol de Salas en Wembley, que se hermana con el de Ghiggia en el Maracaná; no por la importancia ni por la factura, sino por ese silencio posterior. Un silencio de muerte que se deja oír y que se prolonga en medio del festejo de unos pocos… Casi un cuento cortazariano.

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