Usted también es inmigrante




Si le preguntaran de dónde viene el apellido Morandé, lo más probable es que pensaría que procede de algún antepasado español de hace muchos siglos. ¿Cierto? Si a eso le sumamos la fama del animador del mismo apellido, conocido por su vínculo con la actividad hípica y otras materias relacionadas con la élite, más difícil aún sería dudar del fino linaje. Pues bien, Morandé es un apellido relativamente nuevo. E inventado. Viene de un capitán de la marina real francesa: Juan Francisco Briand, señor de la Morandais, quien en el siglo XVIII compró un solar ubicado en la esquina de Moneda con… la calle que después sería rebautizada como Morandé. Es decir, es la castellanización de un apellido francés. Y de un señor que, además, obtuvo la nacionalidad española invocando antecedentes falsos: tuvo que inventar que era de Bilbao y de madre española.

¿Menos glamoroso? Sin duda. Y qué bueno que así sea. Porque en Chile prácticamente todos somos inmigrantes, salvo los mapuches y algunos otros pueblos indígenas que sobreviven. Dependiendo del origen, algunos llegaron hace cinco, cuatro, tres, dos, un siglo o ayer. Y ninguno de los que puso pie por primera vez en esta ex Capitanía General lo hizo como primera elección, salvo que buscara escapar al lugar donde el diablo perdió el poncho.

<em>Me parece fundamental escarbar en el pasado y desmitificar ciertas cosas. Así como sugerir que lo único que pareciera hacer más vinoso un apellido en Chile es la cantidad de tiempo<strong> que separa al primero de esa familia que desembarcó por estos lados y que, de seguro, pasó pellejerías, hasta el más reciente.</strong></em>

 "Seremos chilenos honrados y laboriosos como el que más lo fuere, defenderemos a nuestro país adoptivo uniéndonos a las filas de nuestros nuevos compatriotas, contra toda opresión extranjera y con la decisión y firmeza del hombre que defiende a su patria, a su familia y a sus intereses. Nunca tendrá el país que nos adopta por hijos, motivos de arrepentirse de su proceder ilustrado, humano y generoso", decía Carlos Anwandter en 1851, a nombre de los colonizadores alemanes que se establecieron en el sur de Chile.

 Pensemos en los apellidos de varios de los grandes empresarios de Chile hoy en día. Son todos descendientes de inmigrantes llegados a Chile, en su gran mayoría, entre el siglo XIX y el XX. Son fundamentales para explicar muchas de las fortalezas de nuestro país en la actualidad. Son tan chilenos como los Soto y los Errázuriz. Sin embargo, algunos de los que provienen de los inmigrantes más antiguos (me daría pudor usar en Chile la palabra aristocracia) hablan de estas familias de inmigrantes menos antiguas como "inmigrantes", así, entre comillas, con cierta entonación.

Lo usan en sentido peyorativo. Dicen que "son inmigrantes", como dando a entender que no son tan chilenos y que, por lo tanto, no son tan confiables como ellos. Y eso que hablamos de familias que pueden llevar perfectamente 200 años establecidas por estos lados. Pero no, para el que lleva 100 años más -y cuyo tatarabuelo también llegó a Chile porque no le quedaba otra- es el otro el foráneo, el extranjero, el visitante, el que debe rendir prueba de transparencia hasta ser aceptado.

 Craso error. Y otra muestra de ese arribismo que tanto nos caracteriza.

 En Chile no hay monarquía ni genealogías territoriales demasiado extensas, ni muchas familias que puedan contar más de nueve o 10 generaciones hacia atrás viviendo en esta larga faja de tierra. Somos un país nuevo, cada vez menos pobre, pero todavía lejos del desarrollo. Quien en Chile se ufana de su currículum sanguíneo hace el ridículo. Basta escarbar un poco y le terminarán enrostrando que su apellido, aparentemente tan rimbombante, es el que tuvo que inventar su familia marrana para no ser expulsada de España.

Buen ejemplo de lo que hablamos es Nueva York, uno de los lugares más prósperos e interesantes del mundo y que perfectamente podría llamarse New Migrant. Todo lo que nos gusta a los que hemos conocido algunos de sus cinco condados, especialmente Manhattan y Brooklyn, es fruto de la inmigración. Ya sea su arquitectura, el look de la  gente, el arte, los olores, la moda, el diseño, la comida, el urbanismo y, en general, esa libertad creativa que se respira, Nueva York es el resultado de haber recibido y seguir recibiendo oleadas de inmigrantes a lo largo de su existencia. Seguro que hay más de un neoyorquino que se siente más empingorotado que el resto, porque resulta que llegó en el barco de 1850 y no en el de 2013. Nunca faltan. Pero vaya el tal señor a decirlo públicamente. Se lo comen vivo. Eso no se permite en sociedades modernas y desprejuiciadas, en culturas donde tienen dos cosas muy claras: todos en algún momento llegamos de otra parte y no se puede ser más o menos inmigrante que el otro.

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