Columna de Héctor Soto: Son solo películas

Robert de Niro en el rol de Travis Bickle, en Taxi Driver (1976), ganadora de la Palma de Oro en el Festival de Cannes.

Las películas siguen emplazando como siempre, pero ahora lo hacen en segmentos cada vez más específicos.


Quizás nunca como en estos días de reclusión obligada habíamos visto tanta película. Nunca como ahora, sin embargo, el cine había estado tan ausente e invisibilizado. Ha tenido que venir una pandemia para confirmar que el séptimo arte es un fenómeno social no tanto por la amplitud de su convocatoria -salas enormes, plateas llenas, colas abrumadoras en los días de estreno o los fines de semana- sino más bien por su capacidad para instalar mitos, ficciones y conversaciones comunes en sectores más o menos amplios de la sociedad. Atracción fatal y la infidelidad, Titanic y la soberbia de la técnica, El padrino y la fatalidad del poder. Ahora, cuando todos estamos viendo títulos distintos desde diferentes soportes (del cable a YouTube, del streaming al pirateo), la experiencia fílmica ha quedado prácticamente capturada por la esfera de la intimidad. Es curioso: la variedad, la diversidad y la amplitud del catálogo al alcance de cualquiera es tal que, aun entre los cinéfilos, la densidad de la conversación fílmica, lejos de enriquecerse, se ha empobrecido. Hay más trivia desde luego. Pero el balance no es bueno en términos de contenido.

No menos que para la hotelería o los restaurantes, la pandemia ha sido igualmente cruel con la industria exhibidora. ¿Cuánto va a durar esto? ¿Tres meses más, por lo bajo, seis o más bien un año? ¿Aguantará tanto el sector? Nadie lo sabe y no hay por qué descartar que esta sea una de aquellas industrias a las cuales la emergencia actual transformará para siempre.

De hecho, siendo realistas, habría que reconocer que los cambios comenzaron hace rato. De hecho a estas alturas ver películas es una experiencia cada vez menos asociada al hecho de ir al cine. Consumimos mucho más material que antes; sin embargo, en algún sentido, ese material nos marca menos. Las nuevas generaciones no tienen nada parecido a Lo que el viento se llevó, a Rebelde sin causa, a La dolce vita o a Taxi Driver. Tampoco quieren tenerlo, probablemente. El cine ya no es lo que era. Tranquilo, dirían: son solo películas.

Esa actitud ya es en sí reveladora. Las películas siguen emplazando como siempre -entreteniendo, emocionando, convenciendo o aburriendo- pero ahora lo hacen en segmentos cada vez más específicos y acotados: la película ininteligible y de vanguardia, la secuela de una franquicia que alguna vez fue atrevida y original, la comedia que le da otra vuelta de tuerca a la consabida fórmula de chica conoce a chico, la historia de terror que pone sus personajes en una estación espacial abandonada, la cinta de guerra que Sam Mendes filma en un solo plano tal como pudo haberla dirigido parándose en un solo pie. Qué va: son solo películas.

Esa actitud es reveladora y no es tan reciente como parece. En el cine de Tarantino, por ejemplo, ya estaba presente. Y estaba muy asociada a un cierto cinismo en el manejo de los códigos cinematográficos del cine clásico. Como realizador, Tarantino siempre tuvo algo de impostor. Supo valerse de la tradición del cine clásico en parte para apelar a las emociones y en parte para burlarse de su legado. Sí, son solo películas. Pero al mismo tiempo, desde su prisma, estaba también diciendo que son nada menos que películas. Ese doble juego, que a veces se ve como muy moderno, en realidad ya no lo es tanto. Hubo una época -al comienzo de su carrera, en Perros de la calle, incluso en Pulp Fiction- en que Tarantino parecía un cineasta rupturista. Ahora se lo ve en cambio como un realizador casi tradicionalista, muy siglo XX. Tal vez sea porque es de los últimos cineastas que considera -por decirlo así- que fuera del cine no hay salvación. Y porque hoy se cuentan con los dedos de la mano los directores que comparten esa fe.

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