Nuria Barrios: “La droga te quita la carga, pero te hunde en el abismo”

Nuria Barrios. Foto: Daniel Mordzinski

Mientras más impredecible sea una escritora, mientras menos responda a aquel estereotipo aburrido y colmado de paroxismos, que nos hemos ido formando de la intelectual grave y afectada que acostumbramos ver, más nos acercaremos a la escritora española Nuria Barrios, quien en sus libros nos recrea la España marginal y profunda que nos está vedada. La madrileña habla en fácil, con los códigos propios del que no le teme a las frases muy políticamente incorrectas o rápidas. En esta entrevista, por ejemplo, nos confiesa que aún continúa atónita frente a la imagen de su ciudad dormida, pero que más perpleja la dejó aún ver, cómo los máximos políticos de su país, al igual que nuestros propios líderes, parecían perros incendiados, intentando morderse la cola sin apuntar a ningún destino.


Ser doctora en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid, no acerca a la escritora Nuria Barrios, (1964) a la academia, sino por el contrario le vale más para comprender al hombre y la calle que para introducirse en la élite. Sus personajes jamás se internan en la búsqueda de frases espesas e ilegibles. Su discurso jamás juzga o pontifica. Su discurso se estructura más bien desde la apuesta, desde la mixtura atrevida de distintos jugos: allí entran las reflexiones de la hoguera, las tribus gitanas, los evangélicos, las familias pequeño-burguesas y la droga. También los mitos griegos y el descenso al infierno de Dante.

Parece mentira que alguien pueda mezclar tanto, pero Nuria sí lo hace. Se interna allí, en los dominios de las drogas duras, pero no desde los registros del morbo o la autoayuda, sino de la filosofía. Cita a los clásicos para mostrarnos el abismo, los bordes, la periferia, ese lugar que preferimos saltarnos por miedo a quedarnos ciegos. En su trilogía compuesta por el libro de cuentos Ocho Centímetros, el poemario La luz de la Dinamo y la novela, Todo Arde, justamente despliega ese collage de sombras para despertarnos.

Escarba en el abandono de una chica frágil, que duerme en los baños del aeropuerto de Barajas, producto de una sobredosis. Navega en el relativismo valórico, gatillado por el consumo y el descontrol; escribe sobre el nihilismo y la paz armada entre los que habitan fumaderos de heroína y morfina. Describe a lo que los acompañan, que tal como una bandada de pájaros afectados por la escasa luz, se tornan inmutables y oscuros, pero a veces también indefensos y sabios. En Todo Arde la escritora transmite diálogos y hábitos de habla genuinos; transcripciones hiperrealistas de los que se pasan días y noches en fumaderos sin piso, pinchándose hasta los dientes. No hace juicios, ni se hace cargo de enseñarnos algo, más bien toma la postura del narrador cauto y sigiloso, que se guarda de ser Dios, optando mejor por caminar junto a sus personajes, cuidándose de hacerles mucho ruido. “Con la vista en la llama, inhaló una honda calada y en el aire se oyó un crujido. Inhaló de nuevo y Lolo volvió a oír aquel tenue sonido hasta que la piedra, burbujeante, se deshizo. Era la primera vez que veía a su hermana drogándose. Ella cerró sus párpados, y al abrirlos, sus ojos se encontraron. El humo que había inhalado parecía velarlos. Lolo sintió vértigo, como si se hubiese asomado a un abismo y las nubes remansas en él ocultaran, tras su blanda gasa, el hondo vacío”.

Nuria Barrios, quien además de escritora, es la traductora oficial del novelista irlandés, John Banville, no termina de recapacitar sobre el mundo que le tocó vivir: la pandemia, los cien días de encierro y el uso permanente de un “tapa boca” (como ella le dice) o mascarilla. Ver Madrid dormida, a través del vidrio, la dejó atónita, pero aún más perpleja quedó con el comportamiento de los políticos; las peleas, el desmembramiento de la carroña, y la tenacidad única de sacar ventaja de la desventaja.

Pandemia

-¿Cómo vivieron la pandemia en España?

-Estuvimos casi cien días encerrados. Literalmente encerrados. Una situación inédita. Es la primera vez que por decreto, el mundo se detiene. Hemos vivido otras guerras, catástrofes y pandemias, pero nunca antes nuestra sociedad, que es una sociedad que se identifica con el éxito y el movimiento, había quedado por decreto inmovilizada.

-¿Podría decirse entonces que el decreto atacaba el corazón mismo del sistema?

-De alguna manera, claro. El movimiento es la base; para ganar dinero hay que moverse, trabajar. De pequeña te dicen, “A quien madruga, Dios le ayuda”. Y de repente, por primera vez en la historia, nos obligan a encerrarnos en casa y no salir, ¿no es increíble eso? Quedarnos inmóviles viendo cómo desaparecían los aviones del mundo, los autos, y todos los negocios que se hacían en el aire.

-¿Y el post encierro cómo ves?

-Hay mucho miedo. Mucha agitación, provocada por el temor al cambio. Una especie de angustia generalizada por no saber qué va a ser de tu vida; no sabes si podrás pagar tu hipoteca, no sabes si vas a tener tu pensión, no sabes nada. Imagínate lo que significa para alguien de cincuenta años ver truncada su vida laboral ahora. Es como un cataclismo que no esperaba. O para alguien de setenta que ve soplar la muerte en su oreja, todavía peor… No sé, creo que esto sirve para demostrar lo frágiles que de verdad somos.

-Y el ambiente político, ¿cómo está?

-Absolutamente envenenado: la izquierda, la derecha, terrible. Todo producido, por un lado, por la desesperación de las personas de no saber qué va a ser de ellas, y por otro, de los políticos que no dan respuesta. Estamos en una situación de vulnerabilidad total, de fragilidad también.

Reapertura de locales en España

El abismo

-Nuria en los tres libros está muy presente el tema de lo que significa vivir con la droga, abandonarse en ella, pero no lo tocas desde el lugar de la autoayuda sino de la filosofía; no juzgas ni enseñas, sino que simplemente expones ese mundo. Pese a esto, igual delimitas el abandono, ¿cómo captas éste?

-Cualquier tipo de droga rompe los vínculos que te unen a la normalidad, a los hábitos, a la vida. Y si uno lo piensa bien todo lo que son los hábitos implican un durísimo adiestramiento; uno tiene que andar controlando todo para poder cumplir; para trabajar, para mantener la cordura, los hijos, etc. La vida es una lucha, una lucha constante. Y el mayor atractivo de la droga es justamente éste, que te lleva a romper esos vínculos; que te libera, que tiene un poder liberador.

-¿Tú dirías que te quita la carga?

-Exacto. Te libera de ese peso que llevas sobre ti sólo por el hecho de seguir viviendo. Rompe las cadenas, pero como todo, conlleva riesgos, y uno de los mayores creo yo, es que te termine conduciendo a un minuto de inflexión, en el que ya comiences a perder el sentido de asumir la carga; las responsabilidades o los vínculos. Esta es una decisión que los adictos toman de manera consciente o inconsciente, pero cuando lo hacen, cuando optan por no regresar; por jamás volver a arrastrar la piedra como lo hace Sísifo montaña arriba. A partir de ahí, el efecto liberador que antes les producía la droga, comienza a convertirse en destrucción. La droga te quita la carga, pero te hunde en el abismo.

-¿Y tú dirías que tus personajes están en ese punto de destrucción?

-En la novela Todo arde, Lena, la chica yonqui, claro que está en ese punto.

-¿Pero tampoco quiere morirse?

-Es que nadie quiere morirse. Los que están en los poblados, consumiendo todo el día, tampoco. Para el resto del mundo, puede que se vean como suicidas, pero no lo son. Son personas, que no continúan consumiendo por sus ganas de morir, sino más bien por la falta de voluntad que poseen como para volver a asumir la carga.

-Fuiste muchísimas veces a mirar lo que pasaba en los fumaderos; en los poblados chabolistas. Estuviste sentada frente a los que se inyectaban o fumaban. Incluso me cuentas que dialogabas y salías a caminar con ellos. Poquísimos escritores harían eso, ¿Qué te motivó a ti?

-Aunque pueda resultar paradójico, llegué a los fumaderos a investigar el mundo de la droga, aunque era lo que menos me interesaba. Lo que realmente quería, era ver de cerca lo que produce la llegada a esa situación límite, a ese espacio donde puedes soltarlo todo y simplemente abandonarlo. Eso era lo que realmente me interesaba.

-¿Y cuál es el espacio físico real de tu novela, Todo Arde?

-Se llama La Cañada Real. Está a catorce kilómetros de La Puerta del Sol, que es el centro de Madrid y ya de ahí no está lejos. Hasta hace muy poco La Cañada Real era el mayor hipermercado de droga de toda Europa. Se define como un poblado chabolista, que pese a estar muy cerca, tiene un acceso muy difícil… Debes coger un periférico, luego las carreteras secundarias, y desde ese punto hasta llegar a los descampados, que son tierra de nadie.

-¿Y para ti como escritora fue muy difícil entrar?

-Sí, es realmente difícil entrar a un fumadero de heroína. Debes crear confianzas porque allí todos están por alguna razón. Nadie va a observar como iba yo. Este narco poblado, se ubica casi al medio de un vertedero inmenso, donde no molesta y no se ve. Es un micro mundo, muy hermético, donde cuesta mucho encajar.

-¿Y cómo lo lograste?

-Un contacto que tenía me presentó a algunos y así pude entrar. La verdad era bien extraño lo que yo iba a hacer: no iba a escribir un relato para la prensa, no iba a consumir droga, no iba de la Secreta. Mi situación era realmente rara, iba simplemente a mirar, a escuchar. Me dejaron primero “estar” con la condición de que en cualquier minuto, podían echarme. Pero llegó un momento en que ya no molestaba, en que ya no se daban cuenta de mi presencia. No llevaba nada; ni móvil, ni cuaderno de notas, ni nada. Simplemente me sentaba, escuchaba, miraba y cuando ya tenía suficiente material, me marchaba, recién cuando arribaba a casa. Recién ahí tomaba notas. Llegó un punto en que conseguí formar parte del mobiliario. Había personas, incluso, que de repente se me acercaban y se ponían a hablarme o me llevaban a otros sitios.

-¿Y por qué te pareció tan importante hacer ese trabajo de ir a mirar y escuchar?

-Fundamentalmente porque no quería quedarme con los detalles superficiales. No quería que el lugar de la novela fuera la descripción exacta y fotográfica de La Cañada Real, sino de un sitio muchísimo más universal que ese; un narco poblado que pudiese estar perfectamente bien ubicado en Madrid, Barcelona, Santiago de Chile, Roma o el mismo Bronx… Da igual qué narco poblado sea, porque al final, cuando uno ya logra introducirse en ellos y captar toda su estructura y esqueleto, uno puede concluir que más allá de donde estén, poseen ciertas características que van repitiéndose de país en país.

-¿Podría decirse entonces que el objetivo principal de tu investigación era darle más vitalidad a la novela?

-Claro, los detalles concretos me importaban muchísimo menos que los diálogos, que son el elemento más vital. Los diálogos dibujan realmente lo que son los personajes; cómo son, qué les mueve, qué miedo los empuja, qué deseo los moviliza. Todo está en los diálogos. Después complementé con la lectura de los griegos y de la Divina Comedia, pero de una manera más literaria.

-¿Lena que es la chica yonqui y una de tus protagonistas, cae en la droga viniendo de muy buenas condiciones económicas, ¿por qué, por qué ella inicia su degradación moral desde allí?

-Porque así es la vida. Uno piensa que si se comporta bien como la familia de la protagonista; si tiene una vida regular, organizada y respetable, le van a corresponder a otros los peligros, no te van a caer a ti. Pero eso es una gran mentira. Todos vivimos en el mismo fondo de incertidumbre, imprevisibilidad y en especial, abismo. Y ese mismo abismo puede estar bajo la familia más estructurada o la menos convencional. Nos ponemos orejeras para no tener miedo, pero no nos sirven de mucho.

-¿Por qué?

-Porque el abismo lo lleva uno. No es necesario recorrer catorce kilómetros para encontrarlo, uno es su propio abismo, uno carga sus propios monstruos, sus propios fantasmas… Entonces, creo, decidimos no mirar más por el miedo que como sociedad sentimos a que nos pueda suceder lo que le sucede a otros, que por otra cosa. Y por lo mismo nos ponemos orejeras. Para defendernos nos escapamos a barrios alejados. Para no sentir ese terror construimos un mundo aparte. Tomamos la decisión de vivir en él. Ese miedo se basa en el terror de admitir que somos iguales: lo que oculta es el conocimiento. El conocimiento de que somos iguales y como lo somos, podemos ser completamente frágiles.

-¿Qué piensas entonces de las fragmentaciones que se establecen dentro de las ciudades a raíz de ese miedo?

-Bueno me parecen una actitud muy hipócrita. Al final sólo vemos lo que decidimos mirar. No vemos lo que hay, observamos únicamente lo que seleccionamos. Acortamos nuestra mirada. Es una falsedad, fácilmente quebradiza, porque es mentira.

-¿Por qué decidiste escribir una trilogía y no un libro a partir de tus investigaciones?

-No lo decidí, se me dio. Cuando empecé a escribir, Ocho Centímetros no tenía la menor idea de que iba a convertirse en trilogía. Lo supe apenas terminé el último de los relatos, allí me convencí de que quería seguir hablando de esta chica yonqui. Entonces comencé con el libro de poesías y cuando ya lo acabé, de inmediato me di cuenta de que lo que tenía entre manos era una trilogía, una trilogía muy diferente a las usuales que se completaba con una novela. Es más, comencé la novela sabiendo cómo iba a acabarla, pero desconociendo cómo iba a empezarla.

-¿Y cómo dialogan los tres libros, si el primero es de relatos, el segundo de poesía y el tercero es una novela?

-Están conectados de una manera peculiar. No hay una progresión cronológica entre el primer y el tercer libro. Las historias no son las mismas, pero sí existen varios indicios que te conducen a enlazarlas. El personaje de la chica yonqui es el único hilo que podría servir como unificador, aunque más que ella, lo que realmente identifica la trilogía es un determinado ambiente. Un escenario invisible con una serie de temas, preocupaciones, y reflexiones que se van repitiendo. Es como si hubiese tres historias, (de distinta estructura) que compartieran una misma música; una misma banda sonora.

Todo arde

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